Han pasado ya, más o menos, diez
años desde cuando navegué a gran velocidad por los mares de su majestad el
internet, andante entre su cuerpo hecho de información, entre sus curvas, entre
las posibilidades y los bloqueos. La vida mía tal vez será en cierta medida definir
y asimilar este aleph dispuesto en las pantallas, esta herramienta que siempre
fue más que eso. A veces juego a recordar los últimos años sin internet rápido.
La manera en que me relacionaba con los demás: mi sentido de la sorpresa, del
gusto, del uso, de la orientación; mis esperanzas, mis esperas, mis gestiones.
Mi modo de vida, mis perezas, mis amores, mis vueltas por hacer. Internet nos
transformó a todos: nos hizo sentir iluminados aunque estuviéramos en las
sombras. Muchas reflexiones florecieron con la misma velocidad con que se
apagaron o se olvidaron porque pasó que un video de YouTube, o un video de
YouPorn, o porque un blog, o porque un mensaje en alguna red social, o porque ahí
está, gratis, aquel disco que nunca había podido encontrar, o porque trucos para vencer el insomnio, o porque
las fotos de la semana, o porque otra vez el chat, o porque sí. Y luego se siente uno parte de la generación
que frenará el cambio climático, las altas temperaturas, el maltrato animal. Y
todo parece posible: unos años justos, una educación sensata, una policía
atemorizada y el gobierno sintiéndose espiado. Todos parecemos estar de acuerdo
y unidos a un sentido en común o a una iluminación anunciada por una
notificación o por una confirmación de descarga. Así lo demuestran todos esos documentales,
las charlas TED, los foros de sabios anónimos que te indican cómo alimentarte y
cómo comportarte para reducir tu huella de impacto en el medio ambiente. Las
encuestas que daban ganador a Mockus, las películas tipo Zeitgest, los destapes
tipo Wikileaks, son cultivo de mis argumentos hasta cuando todo este hecho de
artículos, números, videos y comentarios vencedores en Facebook, se estampan,
inferiores, deshechos, a la realidad física del sistema, en el suelo blanco del
consultorio donde me dan un diagnóstico que no coincide con el que logré
gracias a MedlinePlus. Así me doy cuenta que no hay atajos y que tal vez no
deba haberlos. Que tal vez hay otros que desde un inicio supieron cómo usar de
una correcta manera esa herramienta que para mí fue una presencia benevolente, exuberante
y salvífica en mi alcoba. Con los años, a manera de descubrimiento personal,
supe que veía allí representada la realidad física que no vivía porque me resultaba
muy costosa y que en efecto, con esa virtualidad me bastaba. ¿Salir a tomar un
café? No, ¿qué tal si Skype? ¿Armar una banda? No, escuchar y criticar y
comparar. ¿Ir a cine? ¿Una novia? ¿Un trabajo? ¿La Iglesia? ¿Salir a caminar?
Las evasivas no bastaban. No tengo plata: las excusas fueron las mismas hasta cuando
el cansancio se fue acumulando como olas que no se devolvieron, como capas de
ropa usada que inhabilitaron la silla junto a la ventana. Y recién asomado a
los esfuerzos por salir de esa virtualidad, nuevos hallazgos: por ejemplo, más
de cien “likes” dados a un afiche promocional de un concierto al que finalmente
sólo fueron seis personas; empleadores que nunca respondieron; peticiones firmadas
en contra del maltrato animal que nada causan y nada evitan; indignaciones
pasajeras como las polémicas y los chismes. Ruido que guarda en sí melodías que
nos harían más libres, pero que en su densidad y estridencia gorda no deja ver,
oír, tocar, sentir nada. Diez años de haber sobrestimado lo que sin duda es una
de las glorias humanas, desestimando el hecho de saber que mayores a cualquier herramienta son la
voluntad, la atención, la memoria, la sensibilidad, la cosmogonía y la intencionalidad
de cada individuo, mediante las cuales debiera asimilarse el internet, aquella forma de vida que David
Bowie calificó de alienígena. Esto creo hoy, a diez años de aquella inmersión
destinada a ser eterna, siendo el mismo día en que la Nasa ha revelado el
descubrimiento de al menos tres planetas similares a la tierra que orbitan una
enana estrella roja.
Amigoide, el doble filo de ese chorro informático, chorro parecido a los que se usan para matar guayabos en centros vacacionales, es la gran dicotomía de nuestros tiempos. Tal vez lo mismo sintieron padres y abuelos con la tele; pero en ambos casos sólo nos salvará la manera en que nos metamos a ese chorro: con ánimos curativos o autodestructivos.
ResponderEliminarasí es, querido amigo.
EliminarHay una ilusión en ese dualismo digital, proyecta una experiencia ajena, onírica y de cierta forma le da una lectura cristiano-occidental. Hay más complejo y enriquecedor que "hay un mundo real y uno virtual".
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