Le dije que
nunca había pagado por sexo y que aquella noche no sería la primera vez. Por
eso se animó a preguntarme por mis motivos, por la iniciativa de estar en ese
lugar, tan lleno de ellas y de clientes evadiendo la monotonía a cambio de una
culpa llevadera. Le expliqué que solamente quería conversar y aunque esto
pareciera ser una medida extrema y denigrante, estar allí no me hacía sentir tan humillado como cuando debía, para besar
a alguna otra conocida de bares o de aulas, simular durante semanas ser aquel hombre
fresco y relajado, sin fantasías que le turben constantemente el espíritu, sin
mayores deducciones y fijado a una practicidad destinada al éxito cotidiano.
De nuestro
encuentro se suponía no quedaría ninguna historia; creo que ambos lo sentimos y que quizá escribir esto sea traicionar un pacto implícito, pero es inevitable
porque la escritura es en parte una paciente mentira que, sin ser engañosa,
somete al lector a un punto de vista limitado, como el personal, como el mío
propio, como ocurre en este momento. Saberme allí no me produjo miedo, sino una arrogancia egoísta que
creo conservar por ser egresado de una universidad, por sentirme
privilegiado, aparentemente a salvo de todas las circunstancias ignominiosas que
se inscriben diariamente en ese mapa virtual que solemos llamar sociedad, como
para ahorrarnos explicaciones, como para entendernos mejor, como para convenir en una causa común: la sociedad aquello, la sociedad lo otro; a ese punto, un tanto anodino, he llegado con mi raciocinio y de ese punto en común, tan gastado como cuando
se rima en un verso canción con pasión, espero sacar cada una de mis
elucubraciones. Por eso quise desordenar
mis precauciones, conversar sin ansiedad,
sentarme en el borde y mirar el vacío prometedor del precipicio; y así fue
estar con ella.
Que esa
noche, en ese sitio, el sexo fuera previsible, menoscabó su valor. Sabía que si
accedía al canje, nuestros cuerpos se unirían con clichés y metodologías que conocí viendo pornografía. La misma rigidez, los cuerpos amasándose; la misma
dinámica maquinal y la emergente geometría de piernas y senos; curvas, arrugas,
látex y calor. Nada nuevo existiría sin afecto.
Preferí
hablar, invitarla a una cerveza y luego a otra. Hablamos de ropa, su mayor
vicio según lo mencionó. Yo le hablé de libros pero me sentí estúpido,
imprudente y cobarde. Conversamos luego sobre el maquillaje y los circos; sobre
viajes y la constitución humana del paraíso; sobre los cojines de los buses y los amaneceres inesperados; de aquellas tardes que uno espera despierto en la cama,
pensando, con la esperanza de descobijar las certezas dentro de la mente, desempolvándose.
Hablamos incluso de nuestros prejuicios con nosotros mismos, de cómo el
sometimiento es un cierre de oportunidades. Hablamos hasta cuando nos interrumpió un hombre
decidido a pagarle. Me quedé
solo y quise entablar una charla con alguna otra del lugar, pero desistí por lo
desesperado y suplicante de este gesto.
Preferí
observar el show de la noche y no sé qué en el ambiente, o en la música, o en
la mirella fashion que cada una lucía
en el rostro, me recordó a Bajo Tierra y, de su Lavandería Real, el ambiente de mi infancia. Cuán lejanos lucen los noventas y cuán cercana, la vejez.
Casi cuarenta
minutos después la vi salir; supuse que nuestra charla continuaría pero con su soledad,
silencio y postura corporal, me pidió de modo cordial que la dejara trabajar, y
obviamente yo me fui: ¿qué clase de humano es aquel que no reconoce el momento
en el que ha empezado a estorbar?