jueves, 14 de febrero de 2013

♫ “Vienen y van, pero nada te puede tocar” ♫


Le dije que nunca había pagado por sexo y que aquella noche no sería la primera vez. Por eso se animó a preguntarme por mis motivos, por la iniciativa de estar en ese lugar, tan lleno de ellas y de clientes evadiendo la monotonía a cambio de una culpa llevadera. Le expliqué que solamente quería conversar y aunque esto pareciera ser una medida extrema y denigrante, estar allí no me hacía sentir tan humillado como cuando debía, para besar a alguna otra conocida de bares o de aulas, simular durante semanas ser aquel hombre fresco y relajado, sin fantasías que le turben constantemente el espíritu, sin mayores deducciones y fijado a una practicidad destinada al éxito cotidiano.

De nuestro encuentro se suponía no quedaría ninguna historia; creo que ambos lo sentimos y que quizá escribir esto sea traicionar un pacto implícito, pero es inevitable porque la escritura es en parte una paciente mentira que, sin ser engañosa, somete al lector a un punto de vista limitado, como el personal, como el mío propio, como ocurre en este momento. Saberme allí no me produjo miedo, sino una arrogancia egoísta que creo conservar por ser egresado de una universidad, por sentirme privilegiado, aparentemente a salvo de todas las circunstancias ignominiosas que se inscriben diariamente en ese mapa virtual que solemos llamar sociedad, como para ahorrarnos explicaciones, como para entendernos mejor, como para convenir en una causa común: la sociedad aquello, la sociedad lo otro; a ese punto, un tanto anodino, he llegado con mi raciocinio y de ese punto en común, tan gastado como cuando se rima en un verso canción con pasión, espero sacar cada una de mis elucubraciones. Por eso quise desordenar mis precauciones, conversar sin ansiedad,  sentarme en el borde y mirar el vacío prometedor del precipicio; y así fue estar con ella.
Que esa noche, en ese sitio, el sexo fuera previsible, menoscabó su valor. Sabía que si accedía al canje, nuestros cuerpos se unirían con clichés y metodologías que conocí viendo pornografía. La misma rigidez, los cuerpos amasándose; la misma dinámica maquinal y la emergente geometría de piernas y senos; curvas, arrugas, látex y calor. Nada nuevo existiría sin afecto.

Preferí hablar, invitarla a una cerveza y luego a otra. Hablamos de ropa, su mayor vicio según lo mencionó. Yo le hablé de libros pero me sentí estúpido, imprudente y cobarde. Conversamos luego sobre el maquillaje y los circos; sobre viajes y la constitución humana del paraíso; sobre los cojines de los buses y los amaneceres inesperados; de aquellas tardes que uno espera despierto en la cama, pensando, con la esperanza de descobijar las certezas dentro de la mente, desempolvándose. Hablamos incluso de nuestros prejuicios con nosotros mismos, de cómo el sometimiento es un cierre de oportunidades. Hablamos hasta cuando nos interrumpió un hombre decidido a pagarle. Me quedé solo y quise entablar una charla con alguna otra del lugar, pero desistí por lo desesperado y suplicante de este gesto.

Preferí observar el show de la noche y no sé qué en el ambiente, o en la música, o en la mirella fashion que cada una lucía en el rostro, me recordó a Bajo Tierra y, de su Lavandería Real, el ambiente de mi infancia. Cuán lejanos lucen los noventas y cuán cercana, la vejez.
Casi cuarenta minutos después la vi salir; supuse que nuestra charla continuaría pero con su soledad, silencio y postura corporal, me pidió de modo cordial que la dejara trabajar, y obviamente yo me fui: ¿qué clase de humano es aquel que no reconoce el momento en el que ha empezado a estorbar?