jueves, 22 de abril de 2021

Un tiempo de revelaciones.

 


Algunos somos más sensibles a la luz y nos perdemos en ecos luminosos: intentamos en vano abrazar espejismos, esas preciosas y brillantes manchas que quedan luego de mirar fijamente un bombillo.  

Hace días, estuve mirando un video de Alvinsch. No es usual, pero el guayabo me hizo dar click aquí y allá. Así, llegué a una de sus video-diatribas, de la cual no recuerdo sino que me cambió la vida: lo escuché hablar de las llamadas relaciones para-sociales. Casi que de inmediato, abandoné el video y me sumergí en este fenómeno, nombrado en los años cincuenta, pero presente, creo, desde que la humanidad empezó a crear, a imponer y a exportar ídolos. Básicamente, una relación para-social es una de índole uni-direccional, similar a la que creamos con personajes mediáticos. Hasta ahí va la definición oficial: la relación que los medios de comunicación masivos facilitan entre los famosos y los espectadores.

Pero yo no me limité a ese contorno: coloreé fuera de la raya y creo que llegué a algo valioso.

Mucho en mi vida ha sido crear relaciones para-sociales y trazar mis sueños, mi vida, mi horizonte de expectativas ante la existencia misma, a partir de estas relaciones.

Y no creo que se dé únicamente con “gente famosa”. Así, me he sentido cercano, llamado, atraído, por lugares como New York, París, Miami, Cartagena: son ciudades famosas que quiero visitar, tal vez, únicamente, porque son famosas. También sucede con la idea de la fama: es un supuesto estado ideal que nos hacen desear desde niños, y lograr distinguir entre ésta y el reconocimiento profesional/vocacional nos consume media vida. De modo similar, cuando me embriagué por primera vez, pensé: “ah, esto es lo que se siente estar borracho”.

Igual con el sexo, con las Gibson Les Paul, con los Nike-Air Force One.

Sin embargo, lo que más me preocupa es que así fue la relación que establecí con Dios. La cosa fue más o menos así: tendría yo unos quince años. Me estaba quedando dormido y pensé mientras rezaba (porque soy capaz de rezar mentalmente, y aparte seguir con otros pensamientos): “cuando muera, conoceré a Dios”. El final de este pensamiento, fue el comienzo de otro: “A Dios, el hombre más famoso del mundo”. La idea me causó un pánico incontenible. Salí corriendo y tardé en volverme a dormir. Muchos años después la sensación vuelve: no es sano establecer con Dios, con el universo, con la vida, una relación para-social. La idea de fama, el crecer entre cámaras, y comprender que los medios legitiman la realidad, me llevó a esto, e hizo que perviviera en mí esa idea de “Dios – Fama”. ¡Y que pobre-envilecedor resulta esto! Que distancia enorme nos desgaja, que vacío de tristeza se hace en mi pecho al sentir que no tengo recursos para actuar. 

Supongo que meditar servirá y me dispongo, pero no pasa mucho rato sin que vuelva lo mismo: ahí, yo, sentado, con los ojos bien cerrados, siento que un pensamiento dentro de mi cabeza se empieza a regar: “Ah, esto es la famosa meditación. ¡Uy! esto era lo que hacía George Harrison, lo que promueve David Lynch. Ah, mirá. Pero, ¿sí es así? ¿Sí se siente así? ¿Lo estoy haciendo como debe ser?”.

viernes, 2 de abril de 2021

Toda frontera es invisible

 

La colonia: supongo que en algún momento se detuvo, creo, mediante la independencia; sin embargo, me da igual ser mandado por un rey español que por un grupo económico o militar que obedece a las intimidaciones de los estadounidenses, de los chinos o de la unión europea. Lo importante es resignarse: la independencia es un sofisma, como la libertad, la felicidad, y otras trampas del pensamiento. Son ideas estimulantes, detonantes de discusiones a veces muy agradables, pero nada más: como especie que aún ronda por el planeta, para la cual las circunstancias aún son adecuadas, somos dependientes, los unos de los otros, entre los diversos reinos de la naturaleza; si desaparecemos, el perro se las tendrá que ver. Pero, en fin, no quería escribir de esto, sino de lo siguiente: en mi conciencia está bien empotrada la idea de haber crecido en una especie de colonia; lo que empieza a despertar de mi inconsciente, a manera de flor que nos regala las aguas de un lago oscuro, es la certeza de querer colonizar, de querer invadir la atención de las personas extranjeras {y entre más extranjeras (ajenas a la realidad colombiana) mejor}.

Mi interés se ha concentrado en esos lugares que quiero invadir.

Tal vez por eso se me ponían los pelos de punta cuando veía imágenes del famoso 5 – 0 contra Argentina; o cuando hablaban de Colombia, o de Medellín, en algún noticiero estadounidense. ¡Estábamos invadiendo su atención! ¡Sí! Existíamos, y no me importaban los medios, así, en más de una ocasión, lo fuéramos siendo presentados como los hijos de la violencia (si es que no éramos la violencia misma). Y con este enfermizo rótulo, a lo largo de muchos años, hemos venido inflando nuestro sentimiento de inferio-superioridad: "¿Qué nos van a decir a nosotros? ¿Qué saben ellos de lo que nos tocó vivir?" En particular, a los paisas, debido a la idealización de la mafia, cuando nos hablan lo hacen como escarbando en nuestra mirada: presienten la bestia de adentro, y lo disfrutamos: las juventudes europeas se sienten atraídas por nosotros, a fuerza de lástima, de repulsión, de morbo y, más que todo, de tedio. ¡Sí! ¡Existimos! ¡Colonizamos! 

Esta mala vibra fruto de la separación, de la ilusión de pertenecer a una nación, cesa cuando al otro día, la siguiente semana, sea cuando sea, nos despertamos abrazados a una certeza distinta: solo somos seres humanos, aferrados a la idea de país – nación – región – tribu - barrio porque necesitamos de una serie de costumbres para hacerle frente a la abismal incertidumbre, al precioso y liberador sinsentido que nutre nuestra existencia humana.