Hace mucho tiempo, a Natalia París le preguntaron por sus gustos
musicales. Ella respondió que le gustaba la música de los CD’s. Hoy, tratando
de asimilar algunos ensayos de Walter Benjamin y un artículo del Huffingtonpost
titulado “La fantasía es una droga”, comprendo mejor que siempre esa frase, esa
respuesta de Natalia, la cual en su momento me causó risa y fue motivo de burlas.
Creo que la realidad virtual ocupará un gran puesto en nuestras
democracias. Creo que volveremos a guardarnos en nuestras casas para
conectarnos a esa realidad virtual, valiéndonos de un avatar, para lograr
experimentar lo que en sociedad nos estará velado y prohibido. Más allá de
experiencias eróticas (las cuales ocuparán gran parte del tiempo y de la
inversión) creo que esta dimensión será algo más que ocio y divertimiento. Será
un modo de vida sobre el cual se establecerán los sistemas políticos y
económicos.
La “realidad”, esa que llamamos “vida real”, estará minada por leyes, y
movernos será cada vez más riesgoso: fácilmente podríamos ser culpables de un
crimen menor, de un abuso, de un derroche en contra del medio ambiente. Creo
que la alternativa, el escape, será entonces esa realidad virtual, la cual se hará
costumbre y hábito por la condición adictiva de las fantasías.
El panorama, más allá de que sea bueno, malo, comprensible o caótico,
me horroriza. Y no por lo que será, sino por aquello que desde hace años ha
venido pasando, tal vez porque desde hace tiempos estamos cimentando esa cueva, y andamos encaminados hacia ese
futuro que no sé por qué me parece tan cercano y tan posible.
Para ilustrar esta idea, limito mi pensamiento (como es usual) al ámbito musical; a la
industria de la música y al acto musical.
La música como acto, como fenómeno acústico llegó a mí por medio de la
fiesta y la familia. Las guitarras, los requintos, las sillas haciendo de
tambores me excitaron a un punto jamás concebido. Luego, la experimenté en conciertos, en la
calle, en los buses.
La música como parte de una industria, como un fenómeno “virtual”,
llegó en mayor medida y, además, de una manera muy íntima (por no decir solipsista) mediante videoclips, programas radiales, cd’s, cassettes.
En 1997 creé un hábito: encerrarme en mi cuarto a fantasear que
cantaba rap. La locación era el colegio. En el 2001 me di cuenta que ya iba
siendo hora de pasar de la fantasía a la acción, pero la realidad me atropelló (las
clases eran a las 7 de la mañana los sábados, cobraban mucho, el profesor nada
más enseñaba “clásicos” y bambucos que no me envolvían) y abandoné la idea.
“Desde casa puedo aprender y hacer mucho” – pensé.
La fantasía siguió proporcionándome más satisfacciones que “la
realidad”. El hábito se perpetuó aún cuando tenía agrupación, y ya no era solo
en mi cuarto. Fantaseaba mientras miraba por la ventana del bus, imaginándome que cantaba frente a ciertos públicos (los
objetivos eran líquidos, frecuentemente mujeres, distintas mujeres u hombres
admirables como Jack Nicholson o quién sabe cuántos más). El fenómeno “virtual” se hizo permanente, interrumpido por las
breves apariciones del fenómeno acústico. La música de los cd’s era mi favorita:
en vivo ese rock n’ roll no se escuchaba tan bien.
Este hábito me permitió escapar de mi falta de aptitudes y fue
paliativo ante mi tedio y mi incapacidad de congeniar con mujeres de mi edad. La
casa fue mi escenario imaginario: el teatro de mi soledad hasta donde llegaron
diversos ecos de artistas de distintas épocas, los cuales terminaron por convertirse en
una forma de mi voz. Queen, Nirvana, The Doors, y un afortunado etcétera.
Hoy en día, la industria ya abarcó el fenómeno acústico. Una cosa es
proporcionar todo para que Gardel pueda ir a cantar a Nueva York; otra es que
Post Malone cante sobre la pista (la cual incluye hasta su voz). No me destino
a hablar de purezas o de qué es mejor o peor. Si no de lo que yo quiero para
mí. Me encanta, por ejemplo, el modo como la llamada música electrónica
proporciona diversas herramientas y cómo se ha ido elevando hasta convertirse
en lo que es hoy. Lo que me duele es que las élites de la música abandonen de
una manera tan campante el acto musical en vivo (teniendo con qué pagarle a los
intérpretes) y simplemente se dispongan a prestar su semblante. Me ofende que
sean más celebrities que músicos; me alegra cuando se dan excepciones: Amy,
Billie Eilish, Juanes, Bruno Mars.
Lo problemático es cuando creemos que la música es únicamente eso que
sale por una bocina, por un parlante, y perdemos de escucha la realidad sonora
que habitamos. Fue lo que más me enamoró de Cartagena y de Santa Marta:
escuchar los vallenatos a la orilla del mar. Esa música al aire libre es tal
vez lo que debiéramos rescatar, patrocinar, promover.
En este sentido, me duele
pensar en la fase última de The Beatles. Comprendo que hayan querido dejar de
tocar… ¡pero cuánta dicha habrían proporcionado! Esas canciones que nunca
tocaron conservan un halo de boceto, de promesa no cumplida. ¡Qué especial, qué
potente, qué real suena a nuestros oídos esa “Don’t let me down” del rooftop!
El hecho por el cual me pregunto esto es, sin duda alguna, por los
pánicos que he venido sufriendo desde hace años. Lo que pasa en la vida real lo
contrasto con lo que pasa en los medios, en “esa virtualidad”. Ya con los
Smartphones la vida real es cada vez más invadida por esa vida virtual.
Instagram, WhatsApp, Facebook. Amores platónicos, musas de neón. Me pregunto si de cierta manera esto congestionó
mi mente, la enfermó; así como hay gente intolerante a la lactosa, supongo que
pueden existir intolerancias a ciertas herramientas de comunicación. El
sustrato de mis pánicos es aquella época en la que dejé de salir a jugar y a
“parchar”, y simplemente me encerré a evocar irrealidades, y a pajearme... sobretodo
mentalmente.
Claramente, visto así, los problemas no son los CD’s o esa realidad
virtual futura, sino el modo como se pueden llegar a usar: las evasiones, el
hecho de no afrontarse… y esto puede ser riesgoso, y hay que aprender a usar los objetos.
Los comerciantes nos llenaron de cosas: no es labor del pensante definir si son
cosas buenas o malas, porque, lógicamente, las cosas no son buenas o malas de
por sí. El uso que se les da define ese valor, pero, ojo, no hay que ser
ingenuos: hay cosas, herramientas, grilletes, que fueron diseñadas
para ser usadas de cierta manera. Esa manera no debiera ser impuesta. Esa
manera debiera ser solo otra alternativa.
Esta elucubración atiende a la pluralidad. Es un llamado, una invitación, sobre todo a
los más jóvenes y solitarios, a tomar riesgos, a que no
dejemos que pongan tan fácilmente aparatos en nuestras manos y bolsillos. Es
también una petición – un íntimo recordatorio — de que nos conservemos más imaginativos
que fantasiosos: no creamos que ese multiverso creado a punta de productos
culturales constituye una dimensión más digna o mejor que la realidad que día a
día debemos afrontar. No escapemos, así “Colombia”, su población, los gustos servidos
y sembrados por los medios, nos hagan dar ganas de escapar a cada rato.