viernes, 12 de julio de 2019

Regalito


Mi primer encuentro con la muerte fue cuando tenía trece años. El 29 de diciembre de 2001. En la tarde. A eso de las cuatro. Regalito, el perro amado de mi tía Luz Marina, amaneció enfermo. Mi hermano y yo la acompañamos a la veterinaria, pero ella debía cuidar a mi abuelita, encargarse de ella. Por eso nos quedamos solo nosotros, prometiéndole que estaríamos muy atentos y que ante cualquier emergencia la llamaríamos. Durante algunas horas, vimos cómo el perrito se recuperaba lenta y pesadamente. El color de su glande pasó de blanco a un débil rosa, y sus ojos fueron adquiriendo brillo y negrura. Todo esto era síntoma de mejoría. En la tarde, mi tía fue a visitarlo. El animalito no aguantó la emoción y murió en sus brazos. Yo lo vi desde el marco de la ventana: vi una nube inflarse en la profundidad de su mirada, dentro de sus pupilas. Vi su glande volver a quedar pálido. Vi la blanca apariencia que a veces tiene la muerte, similar a un apagarse, a un desteñirse. Vi el decaimiento volverse primero inmovilidad y luego rigidez. Yendo y viniendo, agarrándome la cabeza, vi el llanto de los mayores, la frustración del doctor, un triste rayo de sol. No sé por qué lo recuerdo hoy. La idea llegó hace diez minutos, mientras me bañaba. Creo que desde entonces tenía guardada esta tristeza. Quizá el agua tibia y el olor del jabón alcanzaron el coágulo, y lo diluyeron. O al menos este poquito.