Varias celebridades recientemente han aceptado padecer de diversos trastornos relacionados con la
ansiedad. Todos enuncian sus comunicados a manera de confesiones y advierten
que no es un problema de locos, que es necesario meditar, hacer ejercicio y, cómo
no, ir a donde un psiquiatra que los medique. Yo los contradigo y considero que
simplemente son muñecos de las corporaciones, gente inculta que no mide el
poder de los consejos que publicitan
en sus redes, y lo creo así porque he seguido recientes debates y publicaciones
que demuestran que tratar la ansiedad con medicamentos es formar adictos,
condenar, encubrir el problema y suprimir el síntoma. La ansiedad desaparece,
sí, pero su causa, no siempre; o mejor, muy pocas veces.
La psiquiatría está ideada para solucionar problemas relacionados con
la fisiología del cerebro, más que para atender a urgencias psicológicas y
emocionales. No es de escépticos decir que la medicación no sirve. El panorama
propuesto por estas celebridades es de claro adoctrinamiento: “no sufras:
obedece. Rígete por la nueva moral: pastillas, gimnasio, respira azul – exhala café,
cero azúcar, libre de gluten, gas el cigarrillo”. Creo que la ansiedad no
compromete tanto a quien la padece sino a la sociedad de la cual ese individuo
hace parte: ¿por qué cada día es mayor la ansiedad? ¿Qué relación tiene con los
hábitos de consumo… con la tecnología, la cual más que abrir un abanico de
posibilidades se termina imponiendo como la única opción? Hay conveniencia, oportunismo y un morbo
profesional por asignar nombres de patologías a condiciones emocionales que
podrían considerarse normales dentro de un ambiente como en el que ahora sobrevivimos. El hecho de que cada
bimestre miles de psicólogos obtengan su diploma, nos condena como sociedad a
que cada tanto tiempo esos profesionales
deberán justificar su profesionalismo
nombrando los procesos mentales de sus pacientes: sano, cuerdo, borderline,
bipolar, esquizoide, etc. También resulta ser así con los ingenieros y los
arquitectos, lo cual pareciera comprometer las pocas zonas verdes que le quedan
a la ciudad.
Me apasiona este tema y me siento en condiciones de opinar porque he
padecido ataques de pánico desde los catorce años, y múltiples episodios de
ansiedad generalizada desde mucho antes. Aún así (a pesar de), mediante estas
condiciones he logrado desarrollar mi vida, mis talentos, mis afectos, mi
sensibilidad. A los 21 quise tomar pastillas pero mi mamá me salvó al hacerme
reconsiderar la idea. Finalmente, presentí el coágulo, esa fobia a desmayarme,
a desvanecerme, otra vez, tal y como me había pasado ya dos veces antes. Ese
temor y la vergüenza posterior, el ser llamado “macho débil”, sentirme culpable
de no ser capaz, es el nudo estrecho en mi alma, en mi mente, en mi memoria. Rayar
tratando de darle un contorno a mi presentimiento me permitió acariciar el
dolor ignorado, la basura oculta debajo del tapete de la costumbre. Luego
empecé terapia psicoanalítica. De palabra en palabra, el coágulo se ha venido
diluyendo. Descubrí que de niño no entendía media palabra de las que me decían
(ni de las que repetía, ni de las del dogma); comprendí que seguí como se sigue
sin querer y que jamás comprendí nada de lo que memoricé. Ese proseguir aún sin
entender me generó un hastío que, sospecho, puede
llegar a estar relacionado de manera inconsciente con los dos
desvanecimientos que me generaron el trauma, la fobia, ese miedo a desmayarme. Tal
hastío, a su vez, me acercó a vivir una vida sin sentido, a amar el absurdo porque
es zona de promesas, sitio de recreo, nirvana. Hoy en día las aguas internas están
turbias; en ellas están flotando gruesos sedimentos de mi adolescencia, la cual
viví de manera pasiva frente al televisor, alejado del sol bajo el cual jugué,
nadé, bailé, corrí, soñé, cuando era más niño.
Si yo fuera una de esas celebridades no sembraría más ideales, ni
fáciles esperanzas. Solo abriría la pregunta: ¿Cuál es el mito que vives?, y
dejaría que cada quien se alargara íntimamente en su respuesta.