Era 1999. Tenía 10 años y me encantaba dibujar: a los personajes que
salieran en la tv, todo lo que considerara expresivo, lo que veía desde el
balcón del apartamento de mi abuelita. Los domingos, disfrutaba de leer el
suplemento cultural del diario El Espectador. En una ocasión, me encontré con
un dibujo de Gokú, de todos los personajes de Dragon Ball, el cual me pareció
superior a todos los que yo había hecho hasta entonces. Me paralicé. Quedé
entristecido al evidenciar cómo un niño menor que yo había un enviado un dibujo
mucho mejor que todos los míos. Esa tarde, me dediqué a intentar lograr algo
similar, cercano en cuanto a calidad, pero fue en vano. Descubrí que yo no
servía de dibujante, que era mejor que me dedicara a otras cosas: a las tareas
del colegio, tal vez, o a ver televisión y no pretender dibujar bien; recuerdo
que empecé a ver mis dibujos anteriores como manchas sobre una hoja de papel con
rayas. Sentí vergüenza.
Al otro día, me encontré con mis compañeros en el colegio. Fui capaz
de expresar mis sentimientos, diluyéndolos en un tono humorístico, disimulando
con chistes, fingiendo como si mi vergüenza y mi tristeza fueran falsas. Uno de
ellos dijo: “eso no es un dibujo. Obviamente, no es real. Es calcado”. Nunca se
me hubiera pasado por la cabeza: yo juraba que el niño autor de esta obra que
en aquel entonces percibí como hermosa y ejemplar, había representado, a partir
de su memoria mnemotécnica, la forma, el gesto, los detalles de Gokú y de los
demás personajes. Yo nunca pensé que fuera digno enviar un dibujo calcado. Eso
era trampa. “Sí, además - continuó mi
compañero – mirá que el trazo se pierde; es un niño de seis años calcando una
lámina del álbum”. Estos argumentos me reconfortaron, pero no lo suficiente
como para volver a dibujar con tranquilidad, o al menos, sintiéndome el segundo
mejor del mundo: claramente, el primero era mi hermano.
Hace días, mientras veía con gusto y detalle la cuenta de Instagram de
un famoso, quedé impresionado con su belleza, con su cuerpo, con su gusto. Le
mostré a mi hermano, con el agrado resignado con el cual se contempla lo
imposible, el bello porte que dista de mis maneras, la hermosura y el estilo de
este hombre. “Ah, pero eso está con más photoshop”, me respondió. “No, parce.
Buscá las imágenes de google y véras”.
Distinto al orden en que narré, este segundo escenario me llevó al
primero. Está presente en mí la tendencia a compararme, y a paralizarme al
sentirme peor o menos bello que alguien lejano, traído a mí por un medio
determinado. Tal vez vivamos en una sociedad de photoshop y papel calcante;
quizá estas costumbres contengan en sí la falsificación, el engaño. Lo
importante, independientemente de esto, es no dejar de dibujar. Concebir esas
manchas en el papel rayado como valiosas expresiones de sí mismo. Son valiosas
en cuanto registro humano. No hay que ser esclavo de la necesidad de ser tenido
por artista o por hombre-hermoso. Quizá de hecho, ser incluido dentro de estas
construcciones triunfantes de nuestra cultura, la del talentoso, la del genio,
la del exitoso, resulte aún más paralizante… aunque… aquella tarde de 1999,
cuando dejé de dibujar, empecé a escribir. A los meses, gané un concurso de
cuento. Quizá el aplauso de los demás me hizo creer que soy escritor, que
escribo bien.
Y quizá solo fueron aplausos.