Durante años me he acostado después de las doce de la
noche. Muchas veces sentí al reloj de la casa dar las
cuatro; sobre todo el año pasado, mientras grabábamos y mezclábamos los discos “Grietas” (https://www.youtube.com/watch?v=W_lJnDGlbQo&t=218s) y “Valeria Morning” (https://www.youtube.com/watch?v=86ZryoeHA4o&t=65s). A lo largo de este tiempo, aproximadamente siete años, siempre estuvo en mis planes acomodar mis jornadas a
horarios más diurnos, pero fue una decisión que nunca llegué a tomar ni efectuar.
Ahora pasa que, durante cuatro meses, deberé dictar una clase en el horario de las seis de la mañana.
Ya va uno.
Los
primeros días se me hizo fácil, pero luego el cuerpo me empezó a reclamar. Los
días que debía madrugar a las cinco de la mañana no dejaba de sentir hambre;
comer no me satisfacía. El insomnio llegó y vi toda la transición de domingo a lunes, y
eso que los lunes no debo madrugar: la clase más temprana de aquellos días es a
las diez de la mañana. Sí: simplemente me obligué a dormirme antes de las doce
y en vez de tranquilizarme, pararme, venirme al estudio desde donde escribo
esto, leer, prender el celular, tocar bajo, ver porno, me dediqué a pensar y a
pensar, a sobar y sobar las plumas, el cuerpo de ese insomnio que yo
mismo alimenté. Y es que está la tendencia a llamar insomnio a toda falta de
sueño, a toda demora en el quedarse dormido, a toda interrupción, a todo
estremecimiento nocturno. Y como es de prever, caí en el juego: no enunciaré
los extremos a los que llegaron mis reflexiones, mis extremas, rebuscadas,
lúcidas reflexiones. Con los días, hallé que hay diversos tipos de
insomnio, que este insomnio no es ninguno previo, que las causas
pueden variar, que una noche de insomnio, comparada con
las noches de borrachera, no se sienten tan horribles. Descubrí
que la situación de estos días es más una cuestión de ritmo temporal, de armonía cíclica, de disciplinarme y
procurar despertarme, comer y dormir, todos los días, a una misma hora.
Pero mi resignación no incluye la aceptación. Algo sí diré acerca de todo el parloteo de aquellas esperas ansiosas por el sol y el descanso de la mente.
Las clases de seis son
síntoma también de una sociedad aún bucólica, aún moralista. “En el campo” las
cinco de la mañana ya es tarde; pero también es tarde las ocho de la
noche. ¿Ser capaz de madrugar, de cumplir aún sin dormir nos hace, me hace “verraquito”?
¿Qué objetivo tiene serlo? Creo que es inhumano con la materia que se dicta a
esta hora porque sea como sea es un blablablá que el alumno no alcanza a
aprovechar muy bien. El fenómeno de la clase de seis, en sí, es más interesante
que muchos temas que se dictan en ese horario. Me atrevo a creer, como ya lo
dije, que es por un espíritu social aferrado a las condiciones del campo, de la
granja. ¿Por qué no empezamos las jornadas a las nueve? ¿Por qué trabajamos
tanto? ¿Somos eficientes o estamos acostumbrados a ser lentos y lerdos debido a
que, la mayoría (y basta haber tenido twitter, o Facebook en algún momento para comprobarlo), no
podemos con la somnolencia y la pesadumbre, producto sombrío de un horario? La madrugada es una delicia: inspira. Pero hay que reconocerse:
¿soy capaz de formarme rutinas que me permitan disfrutar de ella sin sentir que
estoy ebrio de insomnio, mareado de tanta gana de apoyar cabeza y dormir?
Sea como sea, es parte de la vida. Una experiencia humana. La consecuencia de no podernos olvidar de nosotros mismos, como nos lo dice Borges.