Asistí a un seminario de escritura de guiones; duró tres
días. Fue hermoso escuchar a cada uno de los expositores; también lo fue
escuchar las preguntas de los asistentes. Escuché más de lo que hablé. Nuevos
conocimientos llegaban a mí como una brisa que venía de una catarata. De un
torrente refrescante. Renovador. Me guardé tantas preguntas. Fui tímido en un
aula. Tal vez mis dudas delatarían mi ingenuidad; tal vez mis
cuestiones serían resueltas si no interrumpía a quien hablaba. Y así fue. Así fue con casi
todas mis dudas. Excepto con una, básicamente: ¿Cómo trabajan? Es decir, ¿cómo es el hacer? ¿Cómo
preparan sus ideas? ¿Cómo las organizan? ¿Tienen una libreta de apuntes? ¿Se
despiertan a media noche? ¿Son noctámbulos? ¿Corrigen poco? ¿Todo lo
aprovechan? ¿Desechan algo, acaso? ¿También se están ahogando en su escritorio,
en sus archivos de nombres temporales en carpetas de difícil acceso y casi
escondidas en el disco duro? ¿También son náufragos golpeados por olas de papel?
¿Por sus viejos diarios? ¿Por su afanada caligrafía?