El futuro transforma el pasado
tanto como el pasado incide en el futuro. Vivir a la defensiva, prejuzgándonos a nosotros mismos, es una
decisión. ¿Qué es lo importante? ¿Sentir que nos envuelve un
halo de identidad y personalidad, según las cuales solemos calificar cada una
de nuestras acciones? Nos cuesta dialogar en la actualidad. Es evidente: conciliamos
puntos de vista, nos relacionamos sin ambiciones de convencimiento, la pasamos
bien, pero nada parece servirnos; sabemos “el camino”, pero se ve tan incómodo
y a la vez tan sencillo que deja de sernos posible y propio, a nosotros, dueños
de la actualidad y la exclamación de la tecnología en las comunicaciones; a
nosotros, a gusto en la ansiedad y en los trastornos, ilusos poseedores de la
libertad con la que hoy más que siempre fantaseamos sin lograr vivirla, al
punto de relativizarla y considerarla como una palabra más, como la felicidad o
la tristeza, mientras nos desvanecemos en la insolencia y en distintos hábitos
de apaciguamiento, sin permitirnos siquiera creer en la posibilidad de que si
bien no existe una total libertad e independencia, por lo menos debiéramos esforzarnos por poder elegir ese amo que nos esclaviza (¿siempre a cambio de placer?).
Luego de permitir que las emociones se asfixien en nuestro silencio para
nada sabio, al encontrarnos con las exigencias y los límites que nos impone el licor
nocturno con el que acostumbrábamos calmarnos, cualquier emoción corresponderá a un nivel diferente de rabia, culpa y vergüenza.
No necesitamos comunicarnos para informarnos acerca de nuestros planes
profesionales o para estar al tanto de los últimos hechos noticiosos, sino
principalmente para saber cómo nos encontramos, y me basta escribir esta última
expresión para sentir que no podría asegurar cómo me encuentro a mí mismo pues
me separa mucho tiempo de la más reciente cita conmigo, y también debido a que
mis emociones han perdido sus fronteras; recuerdo sus nombres pero de nada me
sirven porque me cuesta distinguirlas y nombrarlas.