Recientemente he pensado mucho en los milagros. He empezado
a sentir que la vida, las "leyes de la física y de la biología", la
lógica del continuo que habitamos, son el milagro en sí, y que pretender erigir
la fe en milagros, entendidos estos como actos que contradicen esa manera en que
funcionan los hechos, es encantamiento, pirotecnia, satanismo. Rezar por un
milagro, decidir creer por los milagros, es ir en contra de la obra divina,
despreciar su valor, sus sutilezas, su elaboradísimo entramado, su esencia. La vida, la naturaleza,
es el milagro; el primer mandamiento católico es ese: "Amar a Dios por
sobre todas las cosas", y para cumplirlo es necesario que el amor sea el
resultado de un sentido apreciativo, no de la urgencia de espectacularidad y
bombástica parafernalia (la etimología de la palabra "milagro" viene
de miraculum, formado con el verbo mirari, que significa admirarse, y
del sufijo culum, que significa medio o instrumento). Así, los
milagros tan ostentosos son el más elaborado artificio diabólico, y una
tentación para los fieles creyentes.