Me gusta
ver las orillas de los ríos, los charcos y las lagunas, esa transformación del
suelo, la piedra, la hierba o el barro, primero en agua y luego en verde y
oscura profundidad. Alguna vez, hace años, caí en cuenta que nunca había nadado,
o al menos sumergido, en una de estas milenarias cuencas, en que la forma de la
sima era un trazo logrado por la naturaleza. Esta sensación, esta consciencia
de la ausencia de determinada experiencia, se convirtió en un antojo, en una
extrema necesidad de salir corriendo y zambullirme en una de las tantas y hondas
aberturas de la tierra.
Lo mismo sentí
cuando caí en cuenta que nunca había hecho el amor sin condón y permitiéndoseme
(y permitiéndome) llegar al orgasmo sin el triste y molesto procedimiento del
coito interruptus. Era nuevamente esa consciencia de la ausencia de determinada
experiencia, de un sentir natural. Me sentí tan vacío como cuando descubrí que nada más me había sumergido en
piscinas. Sin maticas en la orilla, ni vida en el fondo.