miércoles, 25 de agosto de 2021

Lo imposible

La palabra “texto” proviene de “tejido”; supongo, que escribir, de alguna forma, es tejer, urdir, entramar. Este tejido, que ha intentado surgir a manera de canción, de mensaje, de cuento, versa de lo imposible. O mejor, lo himposible, imitando el juego que propone Cortázar.

Es imposible - o himposible - por ejemplo, concebir la cuarta dimensión. Vivimos en la tercera. La segunda son los planos. La primera, una línea sola. Es más fácil comprender la cuarta dimensión si se sugiere la siguiente idea: la sombra de los objetos tridimensionales son bidimensionales: toda sombra es plana. ¿Cómo es la sombra de una esfera? ¿La de un cubo? Ambas, planas. En este orden de ideas -o de delirios-, “los cráneos de la física” explican que nuestra dimensión, la de los objetos 3D (incluyendo el Cristo que invoca Cerati en su lujuriosa bocanada número 8, “Verbo Carne”), es una especie de sombra de la cuarta dimensión. Esto quiere decir que alguna especie de luz nos proyecta, nos crea.

Dicen que la meditación trascendental nos permite sumergirnos en un campo que unifica todas las dimensiones (esas 11 dimensiones de la Teoría M). Y eso que solo podemos concebir tres... los Ángeles, en cambio, pueden subir y bajar, vagando benevolentes entre todos los pisos del edificio. Sin embargo, hay muchas otras cosas que uno no logra concebir. Como por ejemplo, los 900 mil millones de dólares que se gastaron en la guerra contra Afganistán. Himposible. Hinconcebible. Decir esa cifra es decir nada. Es tan vago como hablar de la cuarta dimensión. ¿Están esos dólares sustentados en oro? ¿Es esa cifra una representación de la fuerza de trabajo? ¿De las mañanas y los desangres?

Y esto podría volverse una diatriba en contra de ciertas economías y modos de vida (y un ditirambo a favor de otras y otros) pero prefiero cambiar, hacerlo íntimo, y narrar en segunda persona.

Decir tú, porque hay un tú.

Un tú tan imposible, tan inconcebible para mí como esos 900 mil millones dólares o la cuarta dimensión. Un tú que no fui capaz de prohibirme pese a mis promesas y vocación de sacrificio.

Ni yo tengo explicación, aunque bueno, preparaba el libreto de las clases pensando en ti; mi impaciencia era el afán de sentirme tranquilo, fresco… quizá por eso antes me aseguraba de hacer ejercicio a fuerza de Pet Shop Boys y Culture Club. Junto con la Weidman 12%, fuiste el gran estímulo de principio de año: una forma de mi sentido de recompensa.

Pero aún así, el del sábado, fue un momento imposible, inconcebible, cuartodimensional. Ser capaz de cruzar el umbral del miedo sin duda, sin nada distinto a la necesidad de acercarnos, luego de estos diecisiete meses de distancia y jabón, fue mi meditación trascendental: por un segundo – o menos – se me hizo comprensible el multiverso, y lo disfruté: en esta dimensión fuimos un abrazo, un roce; en otra, el latido de mi pecho; en otra, la voz de Lou Reed; en otra, el narcótico que él se inyectaba y que le animó a componer aquella canción que nos acompañó; en otra, el acorde Dmaj9 que debe estar en alguna parte de esa canción que quiero componer para nutrirme de tu voz cada vez que la interprete; en otra, tu hermosa habilidad de crear espacios moviéndote…

 And I guess that I just don’t know.

martes, 17 de agosto de 2021

Sobre el hábito de las discusiones imaginarias

 

El hábito de observar mis pensamientos me ha llevado a reconocer mi tendencia a urdir discusiones imaginarias, sobre todo en las horas de la mañana. Casi siempre, en estos espacios, respondo a las agresiones que en su momento me afectaron hasta hacerme quedar callado o asentir de manera resignada o sonreír falazmente. Cuando vuelvo a ellas, en la discusión que imagino, hiero, devuelvo la agresión. Por ejemplo, con cada día que pasa, es más probable que me acusen de padecer el síndrome de Peter Pan. Consciente de lo que esto quiere decir, de la clase de principios que mueven a los teóricos que desarrollaron este supuesto trastorno, de las conductas y hábitos de consumo que privilegian, en mi mente encaro no sin agresividad estas acusaciones que me hacen y que son en extremo violentas. Puedo pasar varios minutos puliendo la piedra, buscando la manera más efectiva y fatal de ser hiriente con mis argumentos. Finalmente, la pelea se va desintegrando pero el ánimo de lucha, la sensación de alerta, la energía agresiva quedan en mí y se demoran varias horas en irse.

Es entonces cuando el hábito de observar mis pensamientos me ha permitido darme cuenta, con prontitud, del momento en el que las turbinas se prenden e inicia la pelea.

Así he aprendido a detenerla, a detenerme. Miro a mi alrededor y reconozco lo que hay, lo que he construido, con mi trabajo, con mis actitudes, con mi manera usualmente cordial de tratar a los demás. Luego, los pensamientos se desvían en otra dirección, a veces hacia otra pelea, y vuelvo a encausarlos hacia otros ámbitos, hacia otras sensaciones. Presiento que antes estaba apegado a este tipo de conflictos porque creía que constituían el mejor nutriente de mi escritura, pero Kawabata, Camilo Suárez, entre otras presencias, me han enseñado que no tiene por qué ser así.

También existen los conflictos amables.

Algo más: al leer a Jaron Lanier supe que los mecanismos de interacción que facilita el internet, están diseñados para alimentar esta agresividad, estos soliloquios llenos de conflicto, nuestro trol interior. Por eso prefiero no usar el celular sino hasta después de desayunar, unos pasos adelante en la jornada, y no recién me despierto, estando aún entre las cobijas.