domingo, 23 de agosto de 2020

Suavemente

 G. Papini, en plena Segunda Guerra Mundial, en 1945, escribió un ensayo titulado “Lo que América no ha dado”. En este pretende dilucidar las supuestas causas por las cuales América Latina, según él, no había dado al resto del mundo un nuevo tipo de arte o filosofía. Desde su publicación, cientos de académicos (entre los cuales quiero mencionar a Germán Arciniegas, quien le respondió con un delicioso libro llamado “América en Europa”) se han dedicado a controvertir al autor. Salpican nombres por doquier, entre manotadas e injurias. La discusión se distorsiona y mis amigos y yo terminamos siempre en la plañidera bahía Cerati – Borges – Jattin. Sin embargo, la causa que menciona Papini como motivo principal de la incapacidad de la América Latina de aquel entonces, de exportar cultural es esta:

“Temo que la causa más importante sea otra. La energía espiritual de un pueblo es en cantidad relativamente fija: si es usada en un cierto orden de actividad no puede manifestarse en otros órdenes. La América Latina, hasta ahora, ha gastado la mayor parte del capital de su inteligencia en la lucha por el aprovechamiento de su suelo y en la pelea política. Poca fuerza le queda para las actividades superiores del espíritu”.

Creo que esto es verdad. En Colombia, en Medellín, la rabia es general y el tema es únicamente uno: política. Todos los temas, excepto el fútbol, son tratados con triste debilidad. La pandemia, la religión, el sexo: todo es cruzado por términos "políticos", y no me refiero a lo político como decisiones personales dentro de la polis, sino a feroz militancia partidista. En los hogares, en las oficinas, en las aulas, se escucha la obsesión. Todo lo que prefiera no participar dentro de esta obsesión es ubicado en otro partido, uno nuevo: fajardistas, indiferentes, o tibios. Como si engendrar cuentos no fuera una manera de reaccionar a las situaciones (pienso en "La Naranja Mecánica"); como si componer canciones de amor fuera más fútil que elaborar tuits tan ingeniosos como venenosos. Jaron Lanier nos lo advierte: el algoritmo privilegia el odio y la indignación. 

El arte, la introspección y la ensoñación, en esta dinámica nacional, ya son causa de culpa.