martes, 29 de enero de 2019

Ladrones todos



Mis padres me enseñaron que la ocasión hace al ladrón. Imaginemos un almacén al que le han roto a pedradas el cristal. La gente puede entrar y salir. En un momento, algunos osados entran y sacan objetos de valor. Luego, cientos se suman. Al cabo del rato, son miles. El dueño del almacén intenta poner otra barrera, otro cristal, pero los ladrones empiezan a reclamar y derrumban todo. Incluso llaman “anticuado” al dueño. “Ahora las cosas son así”, le dicen. Tal sucede con la industria de la música. ¿En qué momento empezamos a regalar nuestro trabajo? Sí: soy ferviente seguidor de romanticismos tipo “la música es de todos”, “la música es el pulso del corazón popular”, “la música es un espíritu que llama a sus elegidos”. Creo en eso, pero lamentablemente no somos tratados ni beneficiados como a los sacerdotes, ni como a grandes industriales y ni siquiera como los cafeteros inscritos en gremios. El músico, el creador, está solo. Y el robo se hizo costumbre y se dejó de llamar robo; ahora es “un nuevo modelo”, pero no por generalizado ha dejado de ser usurpación. Comprar discos es de fetichistas: ya está Spotify, YouTube. El facilismo vuelve a ganar otro imposible.
Este escrito me lo inspira la respuesta de una señora. Me dijo que no compraba CD’s ni Discos porque no era consumista y no respaldaba el derroche. Bien… sería válido si no gastara TANTO en bolsos, zapatos, ropa, prendas deportivas, gafas, accesorios, decoración para el hogar, productos para el pelo (no me refiero a una higiene básica), bicicletas… y un etcétera fácilmente evidenciable.
Ahora bien, tampoco soy ciego a los avances. Pero hay que tener presente que la tecnología es una filosofía. Sí: la tecnología es una filosofía. Y bien, su efecto en nosotros debe ser asimilado con cuidado. ¿Qué ventaja hay en tener todo gratis? ¿Qué se fomenta? Pagar por algo no siempre es una imposición o un gesto propio de un mundo en ruinas: en absoluto. Poder pagar, sea como sea, por algo, por un producto, es darle una continuidad a nuestra fuerza de trabajo: con determinado esfuerzo hice tal tarea. Por realizar tal acción me pagaron un valor que la representa. Parte de ese valor me permitirá obtener ciertos productos. Algunos me vendrán gratis, pero otros, dado que corresponden a una acción esforzada de otros, también merecen ser pagos. La justicia es la playa donde golpean las olas de la lógica.


miércoles, 23 de enero de 2019

Una forma de vida


Vuelvo a ciertos episodios de Duke Nukem, Doom y Age of Empires, y me estremezco. Estos, para mí, no fueron meros videojuegos con los que me entretuve y que abandoné una vez superados los obstáculos. No. Fueron mundos por los cuales divagué durante casi una década, y por donde salí a caminar matando monstruos, presencias estridentes que me dejaron de sorprender o asustar. Los jugué en todos los niveles de dificultad; me dejé matar, y pasé mi injustificado tedio cometiendo absurdos dentro de estas plataformas. Me sabía las claves de memoria; en las noches soñaba que jugaba. Hoy, casi trece años después de la última vez que jugué alguno de estos tres, me siento mal y evalúo por qué.
Tal vez sea debido a un ideal: en este punto de mi vida quisiera haber tenido una niñez diferente. Haber actuado de un modo distinto. Pero en los años más recientes mi comportamiento ha sido similar, lineal con respecto aquellos tiempos: Facebook, Twitter, pornografía, Instagram, Musician'sFriend, BBC, ElColombiano, tonterías en YouTube... Por eso, no sería sensato “culparme” por no haber actuado de un modo que aún hoy no soy capaz de adoptar. Sí: ahora me sentiría mejor conmigo mismo si hubiera sido menos sedentario y más de salir a la calle; si en vez de pasarme horas frente a la pantalla, hubiera seguido yendo a la Unidad Deportiva de Belén a jugar basket con extraños y marihuaneros, tal y como lo hice junto con mis primos y mi hermano hasta 1997. Sí: hubo épocas en que fui callejero, inocente e indocumentado, pero son muy inferiores, tristemente inferiores, a la cantidad de períodos en que me la pasé sumido en esa fantasía tenebrosa de disparar a todo lo que se moviera, de caer de pie desde el piso décimo, de tirar  bombas, de reventar grietas de la pared, de matar.
Me paseo ahora por esos mundos y recuerdo que cuando jugaba, meditaba. Algunos pensamientos vuelven: así siento de nuevo la televisión al fondo, el olor a comida, el llamado de mi mamá. Sería injusto decir que pude o que debí haber sido distinto si aún hoy no soy capaz de cambiar.
Pero, ¿para qué cambiar?
Profundizar en ese malestar, más que satisfacción o paz, traerá respuestas: por ejemplo, ¿por qué todos los héroes y personajes con los cuales de niño yo soñaba, eran jóvenes evasivos que vivían en una van, dentro de un espeso bosque, sin televisión, ni teléfono, ni cuentas por pagar; sin hijos, ni biblioteca, ni miedo; creyentes del diálogo que no querían ser héroes?
Sigo rumiando...