miércoles, 19 de noviembre de 2014

Quiero




Del budismo: “El dolor es inevitable, el sufrimiento opcional”.
De Freud: “El ideal es el malestar”.

El siguiente pensamiento es ahora constante en mí: mi principal esperanza es sentirme fuerte ante lo que la vida misma contiene e implica. Habiendo crecido en un país como Colombia y habiéndome relacionado con mi realidad, a lo largo de 22 años, por medio de los noticieros y demás informativos, crecí temiéndole a las tragedias y a los crímenes, sin hacerme una idea sana de la muerte, de la vejez, de la escasez, de la enfermedad y de los conflictos humanos. Sin admirar la indiferencia ni pretender cierta frialdad, creo que hay situaciones inevitables en la vida y que no constituyen algo de carácter trágico. Así por ejemplo, el cuerpo nos empieza a doler; los sentimientos de una persona hacia uno cambian; casi nunca a quien amamos, nos ama como quisiéramos; lo normal es que nuestros padres mueran antes que los hijos; la tristeza y la melancolía son enérgicas e inesperadas; la historia sigue siendo una ficción y empezamos a ser testigos de sus creativas interpretaciones; cuesta ser la persona que soñamos ser y basta cumplir algunos sueños para darnos cuenta de que eran sólo costosos caprichos; habrán momentos de carestía y crudas soledades que deberemos vivir sin paliativos ni culpabilidades… etcétera. De eso y mucho más creo que está hecha la vida y procurar valorar la experiencia implícita en cada vivencia, tal vez nos relacione mejor con nosotros mismos y nos permita un autodescubrimiento menos exagerado, tal vez más discreto y, eventualmente, más asertivo.

Recientemente he empezado a vivir ese denso día a día. He empezado a ser consciente, de una nueva manera, de mi condición mortal y de cuán perecedero es todo lo que me rodea. Esto me ha llevado a buscar refugio en ciertos excesos pues no es sólo que todo lo experimente con una melancolía anticipada, como si me encontrara hablando con fantasmas todo el tiempo, sino porque a razón del peso simbólico de todo aquello que siento que me falta por crear, he empezado a temerle a la muerte en vida tanto como a la muerte en muerte. Quiero decir: eso que me falta por crear no es algo que tenga que hacer; es, en sí, algo que necesito hacer para experimentarme, para sentirme a mí mismo, para saberme vivo, para ser quien se supone estoy llamado a ser, y esto incluye ideas literarias y canciones, viajes y rituales. En una inversión con respecto a lo expuesto: vida en vida para vida en muerte... supongo.

De cierto modo día tras día debo enfrentarme a un apagón sentimental, haciendo referencia a la canción de Virus. A veces incluso me cuesta querer a alguien nuevo. Me cuesta salvarlo de este momento personal que vivo y quererlo sin interés, y aunque sé que no hay sentimiento no interesado (el interés puede ser de tipo metafísico, intelectual, sexual…) me refiero al vulgar interés oportunista de buscar y exigir en alguien una estabilidad económica, laboral o emocional que implique para ese otro una renuncia a todos sus planes como individuo, una turbación de su intimidad, un total entrometimiento en su existencia.

En general, he de responderme de modo más convincente a las preguntas de siempre: ¿Cuál es el sentido? ¿Qué importa todo esto? ¿Qué será de mí?... esto dado alrededor de la necesidad imperante de estar presente, de ser entre los demás procurando que cada acción devenga no del miedo estéril sino del amor, y ya que amor es un término muy ambiguo, pues diré que es mejor actuar motivado por la necesidad de un encuentro benevolente con nuestro entorno, con las personas dentro de éste y con los lenguajes tejidos por ellas.

La fortaleza es el fruto, el resultado, de un cuerpo mayor, de un proceso. Esa fortaleza creo que resulta, en mi caso, de una confianza en mí mismo (no me refiero a un envalentonamiento de sí), de saber que he vivido de acuerdo a mi cosmogonía y que he nutrido el sentido con el que he llenado mi vida (luego de vaciarla) haciéndolo expansivo, incluyente y más íntegro. Creo igualmente que la fortaleza, en tanto a la persona, es el modo como la paz logra sobreponerse a los impulsos violentos dentro de uno, y cuando hablo de impulsos violentos me refiero a fuertes tendencias como lo es la autocompasión; extinguirlos me parece imposible: controlarlos, un propósito emocionante.  


jueves, 6 de noviembre de 2014

... pensarlas como ciudades del mundo


Me recomiendo pensar a Medellín, a Cali, a Bogotá, a Cartagena y a las demás ciudades del país, como ciudades del mundo antes de concebirlas como ciudades de Colombia, pues siento que cuando las pienso como ciudades de Colombia, algo inmediato e impreciso (¿insondable?), me lleva a excluirlas del mundo; o sea, es como si haciendo parte de Colombia, no hicieran parte del mundo. Tal vez esto se deba a que yo, colombiano, le temo más a los colombianos que lo que cualquier otro extranjero podría temernos. También pensar las mencionadas ciudades como ciudades del mundo, me pone de frente a las expectativas que tengo de mí mismo, llevándome a exigirme más, a expandir el área de mi ambición, a ampliar la periferia que demarca mi zona de acción.

domingo, 2 de noviembre de 2014

No creo que se cometan pecados sino acciones de mal gusto


Nunca me había preguntado acerca del llamado “conflicto colombiano”, el cual más que un mero conflicto me parece una guerra tan viva como pasmosa. A mí parecer se equivocan quienes consideran que es este el único problema del “país”, dando por cierto que el cese al fuego nos representaría la solución a todos los problemas. Yo creo que no es así, que hay muchos otros problemas más peligrosos y silenciosos.
Sobre los supuestos diálogos, que preferiría llamar negociaciones, debo decir que es evidente el afán del gobierno por hacer las cosas más que por hacerlas bien.  También es notorio que la mayoría nos sentimos humillados por este proceso de “paz” que más pareciera ser una imposición inentendible y arbitraria.

Dado este panorama de problemáticas abstractas, la impotencia nos apabulla, o mejor, me apabulla. Pero perpetuarme en este sentir es una decisión; no creo que estemos obligados o destinados a sentirnos de una misma manera por toda la vida. Por eso he “reducido” esos grandes problemas a lo personal, a lo cotidiano, y he sabido distinguir en mí ciertas actitudes que me hacen tan culpable como los violentos implicados en la guerra. Lo primero, es heredar odios. Lo segundo, creer que las cosas deben ser de cierta manera. Tercero, creer que si estoy mal es por culpa de algún otro. Cuarto, asegurar que la paz es un estado externo. Y en esto último, quiero profundizar para llegar a algo que considero como aquello que me hace sentir culpable y que por tal, procuro cambiar.

Para mí la paz es una condición íntima de armonía, claridad y equilibrio y no quiero decir, con esto, que la paz pueda ser representada por un hombre pasivo, impasible y flemático, que se atreve a conservarse así ante el caos que pueda rodearlo. No: la paz no es indiferencia y egoísmo y heme acá ante la gran característica que me hace sentir casi tan victimario como los políticos corruptos, los médicos negligentes o los que disparan fusiles siguiendo órdenes cuyo sentido no se esfuerzan ni se atreven a analizar.
Si todos los colombianos, o la mayoría, son como soy, está claro porque Colombia no alcanza a ser un país sino un remedo de ello. La indiferencia con la que creemos poder hacer frente al dolor (incluso en las relaciones sentimentales) y el egoísmo con el que pretendemos habitar esta zona de guerra, es el punto ciego al que no alcanzan a llegar los diez mandamientos, ni las leyes del estado - y ni más faltaba-.
En parte creo que se debe a la educación individualista que nos dan. Los colegios suelen ser espacios sin contexto; edificios de aislamiento y hacinamiento en los que se simula un juego que muchos juegan hasta morir.
Y bien, esto no sería inadecuado si al menos nuestro “correcto hacer” tuviera efectos positivos en el medio ambiente o en la cultura, pero como siendo eso que debemos ser, o hemos debido ser, hemos dejado el planeta en las condiciones que está, creo que es necesario y urgente recapacitar.

Al graduarme de la Universidad evidencié como la inmisericorde mayoría de mis compañeros se sentían bien sólo si conseguían un trabajo. Mediante el trabajo sentían que podrían progresar, avanzar, realizarse como personas. Bien, eso parece ser cierto. Pero, ¿de verdad estaban haciendo algo? ¿De verdad estaban trabajando? Algunos realmente padecían necesidades extremas y debían enfrentarse a condiciones de ligera pobreza, pero no es a ellos a quienes cuestiono sino a todos aquellos quienes se atreven a cerrar los ojos ante los problemas del mundo luego de haber obtenido lo mejor de él: educación, hogares, viajes, saciedad, cultura… me refiero a esos que como yo sólo quieren tener dinero para expandirse hacia todas las direcciones que le indiquen su deseo, a esos egoístas que trabajan sin sentido de vocación para ganar dinero fácilmente (porque sí, por más estresados que aparentemos estar, es muy fácil) con el objetivo de gastar más y no regidos por la ambición de hacer del mundo un mejor lugar. Aun así nos atrevemos a cuestionar la existencia de Dios y nos burlamos de todas las creencias… ¡qué vamos a ser capaces de percibir la esencial presencia de alguna deidad si ni siquiera somos capaces de concebir el mundo sin dinero!

Lo más feo es que aceptamos que somos materialistas y lo decimos con tanta altanería que no podemos sino seguir siendo esos niños que subían los hombros ante el regaño. Dinero, mujeres, placer; viajes, aventuras, la novedad; la letra capital, la mayúscula, el éxito; mi espacio, mi señora, mi vida; los míos, lo propio, mi nevera; la fiesta, mi espacio, mis sueños; la comida, mi comida, más queso y con queso extra; mi seguro de vida, mi otro carro, mi finca; mi guayabo, mi psicólogo, mi abogado; mi dentista, el pago de la cuota de mi tumba, mi barriga.

Colombia no existe; nosotros no somos capaces de ser todo lo que acá podemos ser; no somos gente para habitar este territorio fértil. Lo único que merecemos es irnos a otros lugares donde haya buenos bares, donde no roben y donde se pueda disfrutar de un buen sistema de transporte público (es la idea máxima que podemos hacernos de “una buena ciudad”); no merecemos vivir en esta tierra de la que brota tanta energía.