28 de
diciembre de 2015. 3:30 de la tarde. Sol, viento, Medellín de panorama
y varias rondas de cerveza. Fede, Juliana y yo nos reunimos para despedir el
año tomando al aire libre. A ella la habíamos conocido hacía unos meses y nos
hermanó la intención de crear algo en conjunto; nos interesaba su trabajo
fotográfico y nosotros dos, como músicos, empezábamos a sentir la necesidad de
aliarnos con artistas de otras áreas que, a nuestro parecer, fueran tan
experimentales y auténticos como también nos exigíamos ser. Mezclamos
diferentes licores y decidimos caminar hasta el Parque del Poblado. Allí, nos
encontramos con otras amistades y nos pintamos los dientes bogando vino de caja.
Brindamos con vasitos de plástico dentro de los cuales se mezclaban residuos de
aguardiente, ron y un tequila no tan malo.
-
No nos
vayamos a gastar lo del trago en comida – acordamos.
La
noche naranja, los billetes arrugados y húmedos, las botellas que pagamos
completando con monedas de doscientos pesos, todo, lo vivimos con alegre
somnolencia, gastando horas que no habríamos sido capaces de soportar en casa y
estimulados por las celebraciones y las luces navideñas de un diciembre en que
nos atrevimos a no sentirnos viejos.
-
Bueno,
Juan. ¿Vamos yendo o qué? – me sugirió Fede en algún momento.
Ni Juli
ni yo entendíamos por qué. Él continuó:
-
Es que
ya llevamos doce horas tomando.
Ya iban
a ser las 4 de la mañana.
*
Desde
la sala, al escucharme salir del cuarto, Fede me dio la triste noticia:
-
¿Supiste
que se murió Lemmy?
-
¿Sí?...
ah, ¡qué pesar! – me limité a decir porque el malestar, en ese instante, era
más intenso que la lástima, y eso que me enfrentaba a la pérdida del legendario
líder de Mötörhead, persona muy valiosa y determinante para mí y para tantos
otros.
Su
muerte, sumada a la de Scott Weiland, sucedida quince días antes, hicieron que
este fuera un diciembre triste para el rock n’ roll. Toda la tarde posterior la
consagré a leer noticias y a ver conciertos, y, como si no fuera suficiente
hastío el que se experimenta luego de una noche derrochada en licor y
blablablá, sin prestarle atención a la sed, a la taquicardia y al dolor de
cabeza, me dispuse a revisar convocatorias y becas en Twitter. Así fue como me
enteré. Quise avisarle de inmediato:
-
Fede.
Te envié al Facebook una convocatoria que vi en Twitter – le dije
interrumpiendo su necesitada siesta.
-
¿Sí?
-
Es de
una galería extranjera. Es para pintores y retratistas.
-
Ahora
la veo – me respondió adormilado.
*
-
Federiquito
desde niño tenía esa destreza. ¿Vos te acordás de esa vez que dibujó la
secuencia completa de cuando Anthanas Mockus se bajó los pantalones y mostró la
nalga allá en la Nacional? – le pregunta mi mamá a mi papá.
-
Sí. Es
que… tendría tres añitos cuando dibujó en la columna de una pared, a una India
Catalina que su abuelita tenía expuesta en la sala - recuerda mi papá.
Según
mi mamá, Fede siempre ha tenido una fascinación por la figura humana. En las
hojas de la parte de atrás de los cuadernos y libros escolares, dibujaba senos,
espaldas, manos, pies y detalles de rostros.
-
Además,
pinta emociones, expresiones, sensaciones; él es capaz de captar esa impronta…
esa parte que hace única a una persona. Y eso que nunca estuvo en clases -
concluye mi mamá.
Fede, hoy de 33 años, cuatro más que yo, siempre intentó transmitirme su talento y su capacidad
de reproducir en una hoja de papel bond, en el borde de un directorio o en la
piel misma a punta de marcador, formas y volúmenes de una manera realista. Su
espacio para pintar jamás fue el escritorio de nuestro cuarto: optaba por el
comedor, por hacerlo delante de todos sin dejar de pedirnos que por favor no
nos paráramos atrás, a respirarle en la nuca o a preguntarle:
-
¿Y eso
qué es?
Rocío,
una empleada que nos ha servido toda la vida, confiesa haberse quedado
maravillada, más de una vez, con los dibujos que se encuentra en las hojas de un
desorden que prefiere arrumar para no ir a botar nada.
-
¡Deja tantos
lapicitos, tantas hojas, sacapuntas, borradores y pinceles… que uno no sabe
dónde ponérselos! -
Con
Franco y Pipe, nuestros primos mayores más cercanos, hijos de mi tía Judy y mi
tío Fercho, solíamos sentarnos a dibujar y a calcar imágenes de héroes y
villanos. Al frente nuestro, ubicábamos pósters, revistas, historietas y
álbumes de Disney, y luego, cada uno iba escogiendo qué hacer. El ánimo
competitivo de la niñez era aplacado por el talento evidente y abrumador de
Fede, pero siempre pudimos lograr que nuestras ilustraciones quedaran mejor
gracias a las tranquilas sugerencias que él nos hacía. Quizá así comprendí,
desde esa edad, que el talento y el genio son más valiosos si, en vez de
intimidar, unen.
*
La
National Portrait Gallery, con sede en Londres, convocaba a pintores de todo el
mundo a enviar sus mejores pinturas. La condición es que debían ser retratos. La
fecha de cierre era el 31 de enero. A mi hermano le sonó. Consideró que tenía
buen tiempo.
Su
método de creación es similar al de
artistas como Norman Rockwell y consiste en tomar una foto que servirá de
modelo para la posterior realización de la pintura. Así, en este orden de
ideas, luego de inscribirse, lo siguiente era definir qué retratar.
Los primeros
diez días del año los pasamos yendo y viniendo, de carretera en carretera.
Durante cada periplo, todos le dábamos ideas a Fede:
-
¡Mirá
que morenita tan bonita! Esta te sirve, ¿no? – recuerdo haberle dicho en un bus
que de Cali nos condujo a Popayán.
A
nuestro regreso, nos encontramos con otra triste noticia:
“Muere David Bowie a los 69 años”.
Ese
domingo gris y tedioso, un cliché propio de inicios de enero, Fede se sentó en la
mesa del comedor y empezó a revisar las fotos, solamente para pronto comprobar
que habíamos llenado la cámara con rostros de desconocidos lugareños sin captar
en alguno de ellos suficiente emoción o drama como para que fuera retratado;
ninguna contenía una mirada hipnótica o
un paisaje visual. Eran caras y nada más.
Haciéndole
frente a la frustración y a la urgencia, se planteó unos límites dentro de los
cuales decidir y crear. Según me explicó, resolvió que iba a pintar sobre
madera en vez de lienzo porque las características de aquella le gustaban más
que las de este otro. Sí: la textura del lienzo se entromete y termina
narrando; la de la madera, si bien condiciona, permite más detalles y la
conservación de los mismos.
Las
opciones y el tiempo se empezaban a agotar: las mujeres a las que Fede les
solicitó dejarse pintar, se mostraban ceremoniosas y desconfiadas. Le dejaron
de contestar y fueron problemáticas.
-
Todas
son unas bobas picadas, ahí – nos quejábamos.
Nuestros
amigos quedaban tiernamente feos y despreciables; la nonagenaria Enna Gärtner,
al contrario, se veía demasiado apacible, doméstica y elegante, y las salidas
en busca de un emocionante rostro desconocido y un escenario, terminaban en
cansadas borracheras que me dejaron con un solo desteñido y aterciopelado
billete de mil dentro de la billetera. Por tanto, faltando menos de una semana
para que se cumpliera el plazo, y abriéndonos apenas a un duro fenómeno del
Niño que durante los próximos meses secaría fuentes, ríos y prados, no había ni
siquiera algo esbozado.
El
último recurso fue Miguelito.
*
13 de
junio de 2003. Miguel Ángel, un bebé de cuatro meses de edad, segundo hijo del
matrimonio conformado por Camilo y mi prima Lida, tenía cáncer de riñón. Una
hebrita de sangre en el pañal fue lo que los alarmó y en un par de horas este
era el resultado:
-
Que lo
que el bebé tiene es un tumor de “uail”- les oía decir a unos.
-
¿Y qué
es “uail”? – les preguntábamos otros.
-
Que una
bola de agua en el riñón o algo así – intentaban responder.
Yo
tenía quince años y hasta ese momento, para mí, el cáncer era solo una
posibilidad, casi un sinónimo, de la vejez. Que un recién nacido tuviera un
tumor enorme dentro de ese pálido cuerpecito de venas azules y dentro del cual
se podía adivinar el paso de la sangre, fue algo que me estremeció de tristeza.
De todo
lo que vino después, me atrevo a hablar muy poco porque para corresponder a los
múltiples esfuerzos realizados por los padres del niño, habría que dedicar
páginas y crónicas enteras. Fueron, en total, trece quimioterapias, cincuenta y
pico sesiones de radioterapia, cinco años yendo cada tres meses a controles al hospital,
demasiadas cuarentenas porque al niño no le podía dar ni una gripa. Yo lo vi
crecer desde cierta distancia. En las conversaciones que hemos tenido, se
muestra orgulloso de ser hincha del Deportivo Independiente Medellín y he
notado que su carácter silencioso corresponde más a un ánimo sosegado, casi
contemplativo, que a un carácter tímido o retraído. El mediodía en que Fede le
preguntó si se iba a dejar pintar, sin emoción particular, muy tranquilo, él aceptó.
-
Hagale,
baje – le dijo.
Su familia vive también en la Loma del Indio, y en su Unidad, como en la nuestra, hay una
piscina en permanente mantenimiento y muchos jardines. Fue allí donde, con un
sol picante y pesado encima, Miguelito, sin poses ni extravagancias, fue
retratado. Lucía una camiseta roja, no llevaba ningún collar y tanta luz le
hizo fruncir el ceño. Fede quiso que se apoyara sobre un muro especialmente
agrietado y roído, pero este, de lo caliente, quemaba.
Fueron
seis fotos y escoger una no fue difícil.
Mi tía
Ruth solía decir que Migue se parecía mucho a la abuelita Filomena.
Nicolás
Alexiades, un sofisticado amigo nuestro amante del arte, luego diría que el
halo de tristeza y la angustia presentes en la mirada inocente del niño, era lo
que más le conmovía de esta pintura.
Y por
ese gesto fue que Fede la escogió.
*
No
había tiempo. Debía ser esa misma tarde. Estábamos a una semana de que se acabara el plazo junto con el mes de enero.
Sobre
una madera, trazó un boceto con lápiz e incluyó además de la figura humana de
Migue, las grietas y los fallos del muro caliente de atrás.
-
Lo que
más me gustó fue que la camiseta que tenía era roja, muy roja, y también que
los ojos no se le veían, o sea, la sombra no dejaba que se le definieran –
dice.
El
proceso duró cuatro días. Desde por la mañana, lo veía enroscado en la mesa del
comedor; llenando el ambiente de olor a trementina; uniendo mañana, tarde y
noche, en esta actividad; apenas levantándose para bañarse y llamar a su novia,
e incluso, recibiendo su desayuno, almuerzo, algo y comida en ese mismo puesto.
-
¿Cómo
me va quedando?- nos preguntaba.
Mis
papás y yo, acostumbrados a su nivel, respondíamos:
-
Muy
bonito.
Pero
Rocío, la empleada de siempre, sonriendo apoyada en el palo del trapero que sostenía
erguido, sí era más expresiva y agradecida:
- ¡Ay Fede,
usted es un maestro!
En
cuatro días, el retrato quedó listo. Contenía drama, un momento, una historia
silente. El muro hacía pensar en los niños muertos de Siria, en la guerra, en
todas las generaciones perdidas de infantes. La obra fue titulada “Fenómeno del
Niño: Evaporarse”.
-
¿Y por
qué evaporarse? – le pregunté.
-
Por una
canción de Rodrigo Amarante que tengo pegada – me respondió.
En
efecto, este cuadro, bañado en luz, en juventud, en vivos colores, transmitía
todo menos optimismo, entusiasmo, vivacidad. Era un cuadro que contenía un
misterio, la lucha contra el arduo día a día, un rigor, un dolor, un
desvanecimiento.
Juli,
nuestra amiga, se ofreció a tomarle la foto que Fede debía enviar. Lo hicimos
el domingo siguiente en su taller y allí, ya menos agitados, celebramos con
cerveza y Rolling Stones. El “evaporarse” me hacía pensar y parecía advertirnos
algo.
*
Fede es
profesor del módulo de Ilustrativa en la Facultad de Diseño Gráfico de la
Universidad Pontificia Bolivariana. A sus estudiantes les intenta transmitir
esa libertad creativa y técnica con la que él desarrolló su talento. Algunos
sufren ante tanta libertad:
-
Vienen
y me preguntan: “Profe, ¿cómo así que dibujemos lo que queramos?”… es como si solo sirvieran para obedecer – se
lamenta.
Allí,
donde también estudió, aprendió a valorar el efectismo. Asimiló que el realismo
y el hiperrealismo son un recurso más que un estilo, y que deben estar en
sintonía con una intención tan potente como pura, tan natural como segura.
-
La
fuerza del aburrido que cuando habla, habla aburrido - me explica.
Él jamás
quiso ser llamado artista tanto como ser capaz de expresarse por medio de la
pintura, dominando los materiales, dándole su toque personal. Ya no cree que el
mérito de una obra conste en el alto nivel de realismo, ni en lo mucho que se
le haya trabajado. Admite medir el valor de una pieza por lo que le logre
transmitir.
Aun
así, a pesar de casi 30 años dedicados a explorar las diferentes ramas del
dibujo, la ilustración y el arte plástico (también hace escultura), sus
exposiciones solo solían ser frecuentadas por alumnos, compañeros de trabajo,
seres de la noche, antiguos romances y familiares. Todos admirábamos sus obras
pero ninguno podría pagar un precio justo por alguna de ellas. Sin respaldo de
una galería, era considerado como un profesor aficionado a la pintura y no como
un pintor que tiene que trabajar en algo para poder subsistir. Por eso, toda la
carrera para lograr enviar una muestra de su obra a Londres:
-
Yo lo
envié a la mano de Dios. Igual, nunca he estado de acuerdo con la manera como
los premios clasifican. Eso me parece muy loco… que uno tenga que acceder a
ellos para tener credibilidad. Y un premio no tiene por qué decir nada –
manifiesta.
*
El sol
de los siguientes días, tan fuerte que manchó las paredes, contrastaba con los
repentinos y bullosos aguaceros. Al lado del comedor, en un mueble oscuro, junto
a la pajarera de las loritas y acompañada de otros dibujos, la pintura, ese
pedazo de madera, retrato de una mirada y un muro, quedó ojiabierta. Nuestra
cotidianidad le pasaba al frente. De noche, entre floreros de cristal vacíos,
vasos, cargadores y libretas, era un bulto más. Entonces, tal y como su nombre
nos lo advertía, a mediados de febrero, el tío Fercho fue hospitalizado. La
tensión nos destemplaba. Los resultados eran malos – malos. Tantas veces mi tío
había logrado superar batallas hospitalarias, que conservamos la fe y el
optimismo tal vez más basados en la costumbre que en un juicio sensato. Las
opciones se fueron agotando hasta que lo llamado imposible, sucedió: Fernando
Prado Bravo, guitarrista y compositor, tío mío y de Fede, esposo de Judy y padre
de Pipe, Franco, Lida, Tata y Santi, tardó otros cuatro días en evaporarse.
Las
honras fúnebres las crucé adormilado y distraído.
Durante
las siguientes semanas, familiares y amigos visitaron a mi tía. Ella nos pidió
que la acompañáramos y no la dejáramos sola. Fue entonces cuando la pintura de
Fede nos sirvió para no naufragar en incómodos silencios largos. Mis primos la
vieron, los visitantes también; si el tema se agotaba, si parecíamos
precipitarnos por un vacío de silencio, yo brincaba, sin espera, sacándome del
bolsillo el celular para encontrar la imagen y decir “Mirá: esto lo pintó mi
hermano”. Y la reacción era siempre distinta y semejante: hubo quien rio y
María, la esposa de Franco, lloró:
- ¡Ay no,
es que quedó igualitico!- se justificaba.
Muchas
veces el cuadro y yo nos quedábamos mirando: mientras desayunaba, durante el
almuerzo, cuando leía por ahí cerca. Frente a frente. No sé cuándo dejé de
verlo pero sí recuerdo cuando me lo volví a encontrar, arrumado en una esquina,
boca arriba y con la huella fresca de un pocillo estampada en toda la mitad:
Rocío, la empleada de toda la vida, consideró que la pintura también podría ser
usada de mesita.
*
A la
bandeja de entrada de Fede no había llegado ningún mail. Los plazos se iban
venciendo y ya no quedaban esperanzas. La vida siguió. Fede daba clases,
componíamos canciones y acompañábamos a nuestros primos en el duelo. Él, ni muy
frustrado ni muy satisfecho. Simplemente, enfocado en la rutina, en la bruma de
la cotidianidad. Entonces una sugerencia y una sorpresa: al revisar el correo
spam, se encontró con muchos mensajes de Clementine, una de las exhibition
manager de la National Portrait Gallery. “Fenómeno del Niño: Evaporarse” había
sido seleccionada. No quedó ni de primero, ni de segundo, ni de tercer puesto,
pero hacía parte de la colección itinerante que sería exhibida en diferentes
museos en todo el Reino Unido. Para ser parte, debía enviarse el cuadro, no una
foto, y la fecha límite era el 17 de marzo, y ya era 14.
El
envío resultaba costosísimo y demorado.
Las
autoridades anteponían todo tipo de problemas: por los seguros de aduana, por
el peso, porque era madera de pino y esta era una especie que debía ser
registrada previamente y que exigía además un papel de inmunización…
Ante
los obstáculos, Fede prefirió seguir actuando como venía haciéndolo hasta este
momento:
-
A la
mano de Dios. Básico.
Le
pidió prestado a nuestra mamá quinientos mil pesos, limpió las marcas de
pocillo, la suciedad y el polvo que se habían ido acumulando en la superficie,
y envió el cuadro en vuelo directo costeando lo menos posible, de una manera
arriesgada y precaria. No pagó seguros, y hacerlo así, fue exponerse a que la
obra llegara rota, estropeada, manchada, o a que no llegara. El retrato, para
evitar que pesara más, iba empacado sin marco y su única protección fue una
bendición de aire que Fede le trazó encima.
Los
días pasaron y el ánimo se tornó grave: a mi hermano le costaba dar clases, en
los ensayos éramos dispersos, y nos sentíamos expuestos a la frustración. Ahora
dependíamos de la sutileza de alguna autoridad aeroportuaria, de un bodeguero
inglés. La empresa de envío ofrecía la oportunidad de seguir el trayecto registrándose
con un código en el sitio web. Así, actualizando muchas veces la página,
revisando primero el estado del vuelo y luego, las condiciones de la entrega,
en par de días, Fede leyó el mensaje que confirmaba que su paquete había sido
entregado de manera exitosa.
Esperó.
-
Como a
los dos minutos, ahí mismo, el mensaje de Clementine. Que ya lo había recibido.
Que había llegado bien.
La
pintura, el cuadro, la obra jamás volvería a estar ni en nuestra casa ni en
nuestras manos.
*
Todas las amistades presentes en Inglaterra,
se acercaron a la obra y se tomaron una foto. Jairo, amigo nuestro, tatuador
establecido en Londres desde hace nueve años, agregó a su selfie un audio:
-
Hey,
Fede. Que cuadro más colino.
El
retrato estuvo en varios museos del Reino. Fue expuesto en lugares que Fede y
yo siempre hemos soñado visitar y en otros cuyos nombres ni sabíamos
pronunciar. A veces, al despertar, un día cualquiera, o después de una fiesta,
íbamos al comedor y era como si todavía estuviera ahí. Pero no. Ese cuadro estaba
más allá de las montañas y parecía estar halando a todos los demás dibujos
consigo. Las obras de Fede empezaron a ser requeridas. Hasta un boceto en lápiz
querían comprárselo. La galería La Oficina, dirigida en aquel entonces por el selectivo
curador Alberto Sierra, le abrió sus custodiadas puertas pesadas. Lo unieron a
un ecosistema de jóvenes creadores, de artistas revelación, de cocteles en
salones amplios y techos altos. Sí: ya Fede era reconocido como un artista y “Fenómeno
del Niño: Evaporarse” como una obra preciosa por la cual, meses después,
Stephen Barry, coleccionista inglés, pagaría 2.500 libras esterlinas:
-
Y a mí
que no me gusta casi pintar retratos – dice Fede.
-
¿No?
-
No. Eso
no es lo que busco. Yo prefiero pintar otras cosas – me confiesa y anuncia.