A veces, la tentación es quejarme. Romper el silencio y hablar
quejándome de.
Es entristecedor y poco propositivo, en mi caso, y simplemente lo hago
para interactuar con ese otro que tanto me interesa y a quien suelo temer.
Pero hoy lo evité porque el taxista que me conducía era, claramente, más quejumbroso
y amargado que yo. Y en sus palabras quedó expuesto el germen de una queja que
es síntoma de una estupidez triste y rencorosa, degenerativa y violenta. Pasó
que vimos un auto deportivo de color rosa. Se ofendió. Se tomó personal esta
circunstancia, la cual le hizo dar ganas de contarme la siguiente anécdota: “El otro día, no sé
cuándo, vi un carro pintado de un color horrible el %#$&%ta, que $”#%ido
tan feo ese “#%$#ta”. ¿Y qué carro era?, pregunté. “No sé. No recuerdo ni el
carro ni el color ni dónde lo vi pero que #$%$ta tan feo”.
Triste.
Se guardó la sensación sin ubicar el foco de su malestar. Igual, este
texto sería simplemente una amplificación de este lamentable proceder sino
dijera que ese es uno de los motivos por los cuales escribo, canto y
visito al psicoanalista: para ser más consciente de mí, de mi cuerpo, de mi
medida y de los orígenes. Para hacerme una lectura hermenéutica de mí mismo: ¿a
qué responde esta actitud mía? ¿Qué produjo tal evento en mí? Ser arqueólogo de
mí mismo… y así recordar que de niño, por Jurassic Park, quería ser paleontólogo, por ejemplo.