viernes, 9 de junio de 2017

Quejarme de la queja.


A veces, la tentación es quejarme. Romper el silencio y hablar quejándome de.
Es entristecedor y poco propositivo, en mi caso, y simplemente lo hago para interactuar con ese otro que tanto me interesa y a quien suelo temer. Pero hoy lo evité porque el taxista que me conducía era, claramente, más quejumbroso y amargado que yo. Y en sus palabras quedó expuesto el germen de una queja que es síntoma de una estupidez triste y rencorosa, degenerativa y violenta. Pasó que vimos un auto deportivo de color rosa. Se ofendió. Se tomó personal esta circunstancia, la cual le hizo dar ganas de contarme la siguiente anécdota: “El otro día, no sé cuándo, vi un carro pintado de un color horrible el %#$&%ta, que $”#%ido tan feo ese “#%$#ta”. ¿Y qué carro era?, pregunté. “No sé. No recuerdo ni el carro ni el color ni dónde lo vi pero que #$%$ta tan feo”.

Triste.

Se guardó la sensación sin ubicar el foco de su malestar. Igual, este texto sería simplemente una amplificación de este lamentable proceder sino dijera que ese es uno de los motivos por los cuales escribo, canto y visito al psicoanalista: para ser más consciente de mí, de mi cuerpo, de mi medida y de los orígenes. Para hacerme una lectura hermenéutica de mí mismo: ¿a qué responde esta actitud mía? ¿Qué produjo tal evento en mí? Ser arqueólogo de mí mismo… y así recordar que de niño, por Jurassic Park, quería ser paleontólogo, por ejemplo.