martes, 29 de agosto de 2023
Fetiche, fetichismo, fetichización
sábado, 19 de agosto de 2023
Un solo tema
miércoles, 9 de agosto de 2023
Una canción escrita por mí en el 2015 llamada "Grima"
Constantemente me prendí.
Cóctel de miedos, tragos de lucidez
Sombríamente, sombríamente igual
Vulgarmente igual
… cuánto me pesa al despertar.
Humanamente dije sí
Mal de apariencias
Egoísmo para dos
Sombríamente, súbitamente el sol
Brilla con estrés
… Cuánto me pesa al despertar
Sombríamente igual
… el sol se asoma con estrés
Entre placeres me evadí.
domingo, 6 de agosto de 2023
Sobre un cuento de Ana María Maya
Foto de Luis Cano/Agosto de 2007 |
Año 2007. Me llega a Messenger un mensaje de
mi amiga de MySpace Ana María Maya: había escrito un cuento y
quería saber si yo estaría dispuesto a leerlo. Por esos días yo estaba
obsesionado con William Burroughs, con Stone Temple Pilots, con el unplugged
de Alice in Chains, con Juanita Dientes Verdes, y con Bazuka! (agrupación de la cual yo era el bajista). Mi estilo de escritura – bajo el seudónimo “El Bailarín Sin
Son” - tendía al grunge y a la fantasía enfermiza: escribir era expresar mi
interés por la heroína, los ácidos, las metanfetaminas, todas sustancias de las
cuales supe abstenerme a pesar de lo próximas que llegaron a estar. Mataba
personajes en tramas que supuraban narcisismo y autocompasión, y esos
personajes eran impulsos, imágenes, voces apresadas en un hedonismo sórdido que
yo me aseguraba de representar a fuerza de cada vez más rebuscados adjetivos
(hipnotizado por la música del discurso que sabía entonar Martín de Francisco
en sus entrevistas noventeras).
El cuento de Ana María se llamaba Entre
cigarrillo y cigarrillo, y al leerlo sentí rabia. Quedé desecho. Era yo el que
se presentaba a sí mismo como "un escritor". Era yo quien no paraba
de ufanarse de haber escrito textos, reportajes y crónicas para la Universidad
y la prensa local. Era yo quien se permitía beber aguardiente hasta perder la
consciencia y quedar a oscuras, inscrito en esa urgencia estética que era
mezcla de cómodo escepticismo, labia y malditismo. Y ahora, aparecía ella,
fácilmente (o al menos así lucía), y me enseñaba cómo narrar algo de un modo
tierno, amable y respetuoso con los personajes; sin afectaciones - siempre
innecesarias -; sin usurpar la intimidad a favor del drama, y a través de gestos
y diálogos verosímiles. Cerca del final (el cual es precioso porque queda
abierto y le da vía vital a los protagonistas) hay una joya: “…y el sofá se
hacía cada vez más pequeño”; esta insinuación la fui comprendiendo mejor con los roces y los romances y, me parece, es tan bella como precisa. No recuerdo qué le
dije una vez lo leí; tal vez diluí el profundo impacto en la extravagancia o el
mero elogio; el caso es que si antes ella me gustaba, ahora no podía sino
gustarme muchísimo más, y esto me hizo sospechar de que, quizá, mi experiencia,
este goce estético, estaba velado por la atracción y el apasionamiento.
Año 2017. Octubre. Recién comenzaba a darle forma al libro que publicaré próximamente. Revisando las ideas que había extraído de los computadores viejos, me reencontré con el cuento de Ana María. Volví a disfrutar de la suavidad de su poderosa narrativa. Comprobé que el cuento me fascinaba independientemente de los factores personales. El valor que tiene para mí es el de una enseñanza, enseñanza que cuenta con un significado especial, que destaco y que deseo compartir, primero, porque proviene de una fuente viva, fraternal, directa, y, segundo, porque surge de una niña que quiso escribir algo por íntima necesidad, sin mayores pretensiones literarias. Lo que este cuento logró en mí fue convencerme de que no toda obra debe incluir tragedias, ni peleas, para ser deleitoso y estimulante, y que “conflicto” no es sinónimo de “dolores”; las ruinas de la cotidianidad como única fuente cierta y digna de belleza: los clichés son clichés porque, además de ser genuinos y exquisitos, bien supieron ganarse su lugar.
Persona que llegas a estas líneas: espero que
lo disfrutes tanto como yo.
Entre
cigarrillo y cigarrillo
por Ana María Maya.
Era una tarde como las otras, de esas que no se prestan para pensar mucho, esperadas, prevenidas; predecibles. Su ropa se veía desgastada y el maquillaje, ya corrido, dejaba mucho qué desear. Entró a la casa agitada, con el cigarrillo en la boca, las llaves en una mano y una bolsa en la otra; con las tristezas que los años habían guardado en ella y la sonrisa cansada que la acompañaba a diario. No tenía mucho por hacer; las pocas cosas que hacía las hacía inconscientemente, su vida era una rutina casi sagrada que seguía al pie de la letra día a día, llena de monotonía, cigarrillos y café. No dudó, se sirvió una taza de café frío mientras saludaba a su gata anciana y gorda y se sentó en el viejo sofá que albergaba monedas, pelusas, y uno que otro pedazo de comida y que nunca se había atrevido a limpiar. Repasó algunas páginas del periódico local y recorrió, como solía hacerlo, las esquinas de su aparta-estudio.
- No estaría mal una capa
de pintura - Se dijo como todas las tardes a las 6. Sabía, igual, que nunca
tendría con qué comprar pintura, y que también, le faltaba ánimo y
determinación. Acarició a su gata mientras le daba una larga calada al
cigarrillo y se dirigió hacia su habitación caminando lento como lo hacía
siempre. Cuando estaba a punto de dormir recordó que no había comprado pan y como
nunca antes decidió pararse y salir a buscar; lo que la sorprendió. Cerró la
puerta de su pequeño apartamento y se sumió en la oscuridad de una noche que se
aproximaba, acompañada solamente de cigarrillos y una vieja chaqueta de cuero.
Él, en cambio, caminaba
sin rumbo fijo, divagando en las calles oscuras que recorrían la ciudad. La
decepción lo acompañaba pero cada paso era firme a pesar de su inseguridad. Su
historia era más simple y común. Engaños, mujeres y tequila; esas cosas que
nunca faltan en la vida de un hombre de clase media que no ha encontrado el
amor a pesar de dormir con una mujer.
- Nunca había estado tan
llevado del carajo – pensó mientras tropezaba con una piedra y escupía
al cielo palabras no muy agradables de escuchar.
Él era joven, y estaba
bien vestido. Había apagado el celular y aflojado su corbata. En sus ojos
negros se veía el engaño, la tristeza. El corazón le latía rápidamente y se
sentó un rato en una esquina debajo de un farol igual de triste que él. Al poco
rato, se sentó ella a su lado. Ya había empezado otro cigarrillo y al verlo
ahí, sin dudarlo, le ofreció uno.
- Tenga, le va a hacer
bien, siempre hace bien. - Le dijo.
Él, desconcertado y con
los ojos bien abiertos lo recibió agregando
- Los médicos no dicen
eso; hm… los médicos no decimos eso -
-Por eso es que está así,
¿ve? - repuso ella en un tono sarcástico y luego rio.
Él ignoró aquel
comentario y miró al piso ya fumando. Ella, en cambio, lo observó fumar, se
sentía renovada; un sentimiento extraño la invadió. El simple hecho de verlo la
hacía enloquecer y con cada calada él se adueñaba de sus ojos tristes. Nunca
había visto a alguien fumar con tanta pasión y por un momento sintió envidia y
ansiedad. Encendió otro cigarrillo.
La bolsa de panes empezó
a pesarle y el cigarrillo se esfumó rápidamente. Fue poco después que la lluvia
decidió acompañarlos.
Ella, dándole otro
cigarrillo lo invitó a su apartamento; la lluvia, seguramente, dejaría de
molestarlos. Él respondió con un “de acuerdo” marchito y mojado. Ella entró
primero, esta vez menos agitada, con su cigarrillo y completamente mojada. Él
la siguió sin vacilar.
- ¿Otro cigarrillo?
¿Café? ¿Periódico? - preguntó ella.
- Café, café estaría bien
- contestó él con la mirada perdida. Ella rio mientras se dirigía a la cocina
por el café y descargaba la bolsa de panes.
- Tenga, lo calentará un
poco, sólo un poco.
Él sonrió, por primera
vez en toda la noche, y recibió la taza vieja. Bebió todo el café y de repente
se encontró sentado en el sofá.
- No estaría mal una capa
de pintura - dijo él tras un largo silencio pero luego maldijo por haber
pensado en voz alta. Ella sólo lo miró y luego rio casi por minutos. Nunca
recordaba haber reído tanto. Asintió con la mirada y con su cigarrillo en la
boca, observando sus ojos; negros como la noche.
Después; se perdieron por
horas en el recuerdo de sueños casi marchitos y el sofá se hacía cada vez más
pequeño. Eran sólo dos almas mojadas por las lágrimas de los engaños que la
vida misma les había brindado.
Amaneció después de una
noche larga empañada por la lluvia.
Ellos, después de tomar
un café, salieron a comprar pintura blanca y una nueva cajetilla de cigarrillos.
Es inútil contar lo que pasó después. Basta simplemente con un día lluvioso, un cigarrillo y un buen café para saberlo, imaginarlo y hasta poder vivirlo.