“¿Y esa cajita qué es?”, me preguntan.
“Es un aparato para medir la calidad del aire en este lugar y en este
momento”, respondo.
La reacción de cada persona es diferente. Quiero decir, tan diferente
como propia. Por eso, de cierta manera, en cierta medida, cada persona, ante
esta cajita con la que anduve por las reuniones familiares de diciembre, se
muestra, se deja ver, se desnuda.
Un primo se maravilló con lo material del artefacto, con su circuito y
su funcionamiento. A un tío no lo atrajo lo suficiente. A una tía las luces la
hicieron reír. La esposa de un primo lo comparó con otros proyectos. “Eso lo
hacen en los colegios de los pueblos. Eso puede servir allá; en Medellín ya no.
Porque puede educar y concienciar a los jóvenes, porque a los adultos, no”.
“¿Y por qué no?”, indago.
“Pues porque eso puede generar cosas muy malucas y los adultos no tienen
tiempo y están ocupados en otras cosas”.
En su voz, en plena novena de aguinaldos, encontré por primera vez un
mensaje que volvería a escuchar luego. Básicamente, esa cajita, esa
acompañante, era vista con sospecha. Lo que ocurre es que procurando prudencia
se limita el proyecto. Se le ubica en un ámbito que incluye resignación y
utopía. “Igual ese aparatico no limpia
el aire. Sólo asusta diciéndole a la gente
que está sucio y que debe irse de donde está. Y eso hace que se terminen
llenando los pueblos y ocupando las reservas y eso sería contraproducente
porque…”
Esta conversación termina incluyéndolo todo. La chatarra, la tecnología
como industria y negocio, la manera como la Alcaldía de Medellín le ha pedido
al SIATA que deje de dar los malos reportes que porque eso estaba afectando al
turismo, la tala, el crecimiento descontrolado de las ciudades, el sentido de
las ciudades, los carros, el pánico. Así, este aparatico no sólo mide el
material particulado presente en el aire, sino que también, con cierto tipo de
personas, permite charlar acerca de todos esos asuntos que se quedaron en el
aire, irresolutos, disueltos en un fingido olvido. Conversar sobre la crisis
ambiental nos lleva a hablar del individualismo, del fanatismo, de lo que nos
mueve, de las esperanzas consumistas, de la lujuria. Es un portal. Una interferencia que trae el
silencio y hace que cese el ruido.
Verde, verde.
“Y bueno, esas lucecitas verdes, ¿qué significan?”
“Que el aire está bien acá”
“Pero eso lleva rato ahí y no cambia de color. ¿Está bueno?”
El escepticismo embiste constantemente y de varias maneras, unas más
vulgares que otras.
“¿Eso sí es realista?”
“¿Eso sí se puede vender? ¿A la gente sí le interesará eso?”
“¿Y uno cómo sabe si se daña?”
No cesan de ver esto como un proyecto, o un artilugio en miras del
enriquecimiento, o como una idea para un negocio, o como un resultado académico. Se
anula por su actual apariencia rústica, y no le encuentran, o no le quieren
encontrar, ni funcionalidad ni utilidad. Omiten que esto les da un poder a las
personas que lo usen. Entre tantos ejemplos que podría dar, se me ocurre
mencionar el siguiente:
Los papás de Julián, una de las principales mentes de este proyecto, vivían
en un segundo piso, encima de donde una señora había montado un negocio de
preparación de arepas. Todo ese humo de la cocina contaminaba el interior del
piso superior, y sus habitantes se empezaron a enfermar. Gracias a esta cajita,
invento de su hijo, pudieron tomar acciones legales e incluso prevenir a la
señora dueña de la venta de arepas, quien ignoraba la medida del riesgo al que
se estaba sometiendo.
Cuando me contaron esta historia, me acordé de aquella tía que tenía su
taller de artesanías en una habitación sin suficiente ventilación. Nadie sabía
que el aire que respiraba era una suerte de químico volátil. A los pocos meses,
una intoxicación química casi nos deja sin ella. Esta cajita habría servido
para advertirle, y esa advertencia no habría sido ni esquizoide ni paranoide ni
incómoda. Habría sido un diagnóstico, información valiosa, auto cuidado.
Tal vez llamar pánico a la toma de conciencia sea una de las malas lecturas
de occidente.
Tal vez, por eso, preferimos doparnos con desconocimiento.
Tal vez, sepamos cuál es el camino más indicado pero preferimos no
andarlo.
De hecho, quizá, solamente valoramos la vida por lo que nos han
presentado como bienes de lujo, por los placeres y por la toxicidad que podamos
encontrar en ella.
Y esta visión me contradice porque no pretendo ser pesimista ni
alimentar temores.
Creo que el objetivo de este aparatico no va en contra de la realización
de la persona que lo use; por el contrario, la hace más social. Es una fisura
por donde entra la luz, y hace visible lo invisible, le da un color al aire que
se respira. Advierte e indica: si brilla rojo, no se trata de salir corriendo,
acabar la celebración y aislarse. Quizá esa mala calidad del aire sea
equivalente a la calidad de la comida chatarra, de la televisión nacional, del trap.
¿Cuánto porcentaje de eso estamos dispuestos a consumir?
En diciembre, luego de presentar este medidor a algunos familiares y
amigos, descubrí que el miedo y la impotencia se entrecruzan: impotencia ante
el miedo y la impotencia es tanta que sentimos miedo. Reconozco que al decir miedo, envaso
con afán y algo de torpeza, en una sola palabra, toda una serie de temores y de desconocimiento
que nos implican parálisis: no somos capaces de creer en los procederes de esta
civilización pero perpetuamos sus métodos, sus sistemas de creencia y de
valores: la propiedad privada, la denuncia, la idea de identidad y cómo
proyectamos esa idea de “quién soy yo” en una sociedad más capitalista que
democrática.
Ya es enero y recuerdo que antes nada solía intimidarme más que este mes; así fue hasta cuando febrero y marzo, en Medellín, ciudad donde vivo, se convirtieron en meses de crisis medioambiental y durante los cuales no se ven la punta de los edificios altos, y se declaran dos alerta- roja semanales debido a la mala calidad del aire.
Ya es enero y recuerdo que antes nada solía intimidarme más que este mes; así fue hasta cuando febrero y marzo, en Medellín, ciudad donde vivo, se convirtieron en meses de crisis medioambiental y durante los cuales no se ven la punta de los edificios altos, y se declaran dos alerta- roja semanales debido a la mala calidad del aire.
Además, a razón de creernos herederos del rigor de los abuelos
arrieros, nos interpretamos y terminamos por adaptarnos a este colapso.
Vivir no es soportar y hay condiciones a las que adaptarse, sería
criminal.
Cuando la nube de smog vuelva, no sé si aún considerarán que esta cajita debe estar guardada en los
colegios; olvidada, tal vez, en una bodega o en una gaveta plástica que alguien
marcó escribiéndole encima “Proyectos Feria de la Ciencia”.