Me encanta que me espíes y hacerte creer que no me doy cuenta. Es un hecho: prefiero llamarte audiencia; incluso, comensal. Notarás que con este blog y mi Instagram público me he propuesto a facilitarte la labor, este gustico de odiarme de cerca. Cuando te encuentras con alguien más y en el azar de la conversación me critican, acordando fácilmente los motivos que demuestran por qué es bueno y sano alejarse de mí, yo también estoy ahí, junto a ustedes, celebrando, porque - y sé que te puede costar visualizarlo - en ese diálogo están elevando una oración, una petición con la que intervienen a mi favor. El amor no se destruye: solo se transforma. Y son este tipo de frases mías las que más aborrecen, y me encanta hacer el ridículo con ellas, pronunciarlas como un llamado a que me sigas detestando: es una buena manera de poner a trabajar a mis amuletos. Me encanta lavarme con el hate que derramas sobre Las Deseo, sobre el libro que escribí y que te prohibirás leer; ese castigo que tiernamente impones porque te abandoné en el rincón más agreste de mis afectos: también me encantó someterte. Tu conducta de hoy hacia mí es una respuesta natural, y lo asumo: habrá guayabo luego de beber: es grande mi fascinación por los ratos en que vivo sin pensar en las consecuencias. Mejor que nadie lo sabes, mejor que nadie lo padeces: la ironía y las ínfulas de superioridad de ciertos personajes de universidad pública son todo un género en la narrativa nacional.