¿Qué pasó luego? Que el encierro persistió como una sensación, y no sé
por qué busqué, creé, me inventé o caí en otras jaulas. El alcohol, las redes
sociales, la pornografía, YouTube –con toda su fuerza algorítmica ya hoy
revelada y denunciada- se volvieron rutinas, conductas que aún no sé definir
muy bien qué sustituían; ¿las ganas inmarcesibles de acostarme con muchas
mujeres? ¿El dolor, la carencia de féminas? ¿El saber que vivía en Medellín, Colombia
–y las estéticas, imposibilidades y ausencias que esto implica- y no en Nueva
York, o en Londres, o en Buenos Aires (todas ciudades convertidas en paraíso
pos ideales infundados)?
Aún me dedico a escribir, a leer, a bailar *sin son*, y a encauzar melodías y armonías. Es algo que me gusta hacer, que me reconforta, que me construye, y no creo que deban ser consideradas como una serie de conductas sustitutivas perpetuadas por una obsesión o por la vanidad. Lo único que me atrevo a afirmar en este, tal vez, tan confuso texto, es que nada, ni la embriaguez, ni la promiscuidad, ni el perseguir la ilusoria satisfacción de cada llamado del cuerpo, son actividades con las que yo (y quizá tú tampoco) pueda sustituir la escritura o la composición; son buenos aditivos, condimentos, ornatos; sin embargo, a pesar de esta afirmación, no bajo la guardia, porque, ¡qué fácil me resulta perderme en lo prescindible!
Resumen uno: no importa si la música o la literatura son conductas
sustitutivas. Es más nocivo irse detrás de cada impulso y pretender reemplazar,
a fuerza de manías y excesos, aquellas disciplinas que giran en torno a la
creación.
Resumen dos: “lo que deseas, lo
deseas no porque sea algo que en verdad desees, sino porque te lo hicieron
desear”. No todo “guardarse” es “encerrarse”, ni todos los encierros te
hacen mal.