Hace meses, me cifré en una discusión con un ser querido. El motivo:
un malentendido. ¿Con respecto a qué? Con respecto a la ley Anticorrupción. Su
postura era la siguiente: no estaba de acuerdo con la ley. A mí me pareció
inconcebible. ¿Cómo no estar de acuerdo ante una ley anticorrupción? ¡Cómo no! Ahora, mucho
después, comprendo.
Primero: se trata de una ley que protege a la ley misma. Eso
indica qué tipo de personas habitamos este país. Es un blindaje con rastros de
balas. Según el título oficial, se trata de “una ley que crea la ley de protección
y compensación al denunciante de actos de corrupción administrativa”. Esto me
lleva al segundo punto: los mecanismos y procedimientos de gobierno están, solo
que deben ser respetados y ese respeto debe ser asegurado. Una ley anticorrupción demuestra el fracaso de las
tres ramas del poder. Tercero: se somete la aprobación de la ley al voto de los
mandatarios, quienes por definición misma de sus cargos y sus poderes, son los
cuestionados por corrupción. Esto lleva a que el dinero invertido sea mal invertido.
Y ese el cuarto numeral de mi reflexión: esto es solo un costoso esfuerzo hecho
sin estrategia.
Así me abro a la divagación pensando en el planeta tierra, roca
esférica y achatada que gira alrededor de fuego. Pienso que uno de los retos
del siglo XXI será librarnos del derecho penal, de los procedimientos de los
abogados, de sus triquiñuelas y perversidades.
Anhelo con temor un nuevo salvajismo.
Los encargados de aprobar la ley
Anticorrupción son los mismos corruptos, los que han demostrado no saber
proceder sin anticipar sus intereses privados a los intereses públicos. Estado Islámico no surgió por cualquier cosita: la situación mundial
nos exige, más que siempre, afinar las fibras de nuestra humanidad, ser buenos
sin ostentación religiosa, bondadosos sin definir esa bondad en términos de
espiritualidad o moralidad. Humanos humanistas que respetemos al otro, que
admiremos al otro, que cuidemos al otro. Y a nosotros mismos.