Trabajar en cualquier cosa por las ganas de ganar dinero. Así pulirse, recrearse y replantearse. Estudiar jardinería, trabajar en una librería, en un vivero. Acercarse a las plantas, a los libros. A eso que amo. Decía: si voy a trabajar en cualquier cosa, sin importarme nada, pues me voy a otra ciudad en otro país: pero no. Ya no. En esta ciudad es donde está la agrupación y todo lo que hay por hacer. Recuerdo a Sebas Quijano, a Daniel Jiménez, a mis contemporáneos que viven de hacer más justa y sensible a esta sociedad del trópico. Que irme no sea escapar: la vocación es comprobarse en un compromiso y redefinirse en él. Si hay que mejorarse, pues mejorarse. Espero que sean las opciones y no el tedio las que me plantearán qué idioma, qué lugar, cuáles esperanzas. Crear será una condición de vida. Mi manera: ensayar, disciplinarme, estudiar cada día más. Mis dos verbos son contemplar -realidades, libros, miradas, mi propia voz- y adorar. Así construiré una fantasía que sea refugio de muchos y no una fantasía que sea evasión, discordia, trinchera desde donde disparo denigrando, escondite, fumadero de opio.
sábado, 29 de abril de 2017
Tal vez porque Gärtner significa jardinero
Trabajar en cualquier cosa por las ganas de ganar dinero. Así pulirse, recrearse y replantearse. Estudiar jardinería, trabajar en una librería, en un vivero. Acercarse a las plantas, a los libros. A eso que amo. Decía: si voy a trabajar en cualquier cosa, sin importarme nada, pues me voy a otra ciudad en otro país: pero no. Ya no. En esta ciudad es donde está la agrupación y todo lo que hay por hacer. Recuerdo a Sebas Quijano, a Daniel Jiménez, a mis contemporáneos que viven de hacer más justa y sensible a esta sociedad del trópico. Que irme no sea escapar: la vocación es comprobarse en un compromiso y redefinirse en él. Si hay que mejorarse, pues mejorarse. Espero que sean las opciones y no el tedio las que me plantearán qué idioma, qué lugar, cuáles esperanzas. Crear será una condición de vida. Mi manera: ensayar, disciplinarme, estudiar cada día más. Mis dos verbos son contemplar -realidades, libros, miradas, mi propia voz- y adorar. Así construiré una fantasía que sea refugio de muchos y no una fantasía que sea evasión, discordia, trinchera desde donde disparo denigrando, escondite, fumadero de opio.
jueves, 13 de abril de 2017
Primer Intento
Horacio me asegura que solamente debiera dedicarme a escribir.
Dice, para enojo mío, que el único motivo por el cual yo me considero un pintor
es porque mi papá también pinta y porque mi mamá esculpe. Sin convencimiento,
hoy quiero acercarme a la escritura, a este nuevo modo de canalizar mi
sensibilidad, como una forma de corresponderle a su fría pero sentida manera de
ser amigo mío. Además él es un vidente: su afán por hacer que yo escriba lo
argumenta recordándome que mi dos abuelas fueron poetisas, mi abuelo materno un
periodista y el paterno un jurista. Lo extraño es que aún no sé cómo se enteró
de todo eso. Nunca se lo mencioné ni tampoco le conté algo al respecto a Eliana,
una amiga mía que era novia de él y quien hasta hoy vivió en la misma pensión
estudiantil que yo.
En la actualidad estudio Artes Plásticas y me pago un
cuarto con el dinero que me consignan mensualmente mis padres, quienes
decidieron irse a vivir a El Carmen de Viboral, lejos de todo excepto de ellos mismos, según dicen. Eli es de Santa
Marta y había venido a Medellín a estudiar Diseño de Modas. La primera vez que
nos vimos nos enamoramos, e insinúo que fue mutuo porque decidimos unirnos en
una sola habitación para ahorrarnos así una mensualidad. Lamentablemente, no me
convino la cercanía pues su obsesión por el orden chocaba con el estado en el que
suelo mantener los lugares que habito. Al principio intenté disimularlo pero con
el paso del tiempo se me hizo imposible: los libros volvieron a regarse por el
suelo, el polvo consumió la madera de mi ukulele, las hojas decidieron
amontonarse en un rincón donde la humedad de la pared resolvió unírseles. Ella,
sin avisármelo, empezó a pagarse su propia habitación y desde esa fecha somos nada
más que amigos.
Conocí a Horacio la noche del
lunes 30 de octubre. Yo completaba el tercer día de estar encerrado en mi
habitación, luego de haberme reencontrado el jueves anterior con la cocaína y
las metanfetaminas. Tras cruzar una laguna de horas, no me equivoqué al
predecir lo pesado que sería el guayabo, el cual se estampó en mi mente, hacia
las dos de la tarde del viernes, como la versión impresionista de un nublado
paisaje: melancolía imprecisa, vergüenza, taquicardia, fetidez. No era capaz de
hablar. Me desconecté. El dolor se nutría de antiguos dolores; la culpa, de
viejas culpas; la tristeza, igual. Supongo que Eli sabía lo que me ocurría
porque durante el fin de semana, alentándome, me envió varios mensajes de voz y
fue por ese detalle, que el siguiente lunes, quise agradecerle con un abrazo.
Cuando salí de mi encierro, los
vi sentados en la sala. Mi amiga hablaba y él la escuchaba. Observé atento. Dejé
que pasaran algunos segundos. Dudé; quise dejar mi agradecimiento para otro
momento pero noté que el ritmo de su conversación decaía. Muy suave, él la interrumpió
y, con fuerza e intención, me miró como pidiéndome una explicación. Eli, torpe,
titubeando, brincando de palabra en palabra como si cruzara un río saltando de
piedra en piedra, le dio a entender que yo era su roommate y, al reprocharme por haberla dejado en visto, despertó la
curiosidad de su acompañante, quien dedujo, no sé cómo, que yo estaba pasando por
un mal momento. Esto me llevó a unírmeles en el sofá y a hablarles, o mejor, a llorarles
mis sentimientos. Él intentó animarme pero por esa culpa nutrida de culpas y
ese dolor nutrido de antiguos dolores, además de una particular vergüenza que
en ese momento empezó a brotar en mí como una flor blanca que se abre dentro de
un cadáver, no fui capaz de ceder. Lloré delante de ellos hasta cuando sentí la
vergüenza de haber interrumpido su encuentro. Me disculpé y regresé a mi
cuarto.
Durante varias noches los
volví a ver. Notaba que ella lo buscaba para asesorarse en temas relacionados
con su carrera. Él era un apasionado por la vida; su conocimiento me parecía
enciclopédico: hablaba de telas, confecciones y presupuestos con tanta
propiedad que, oírlo, me inspiró a hacer lo propio.
Me dediqué a rayar; probé con nuevos colores,
con nuevas texturas, con nuevos materiales que me sirvieran de lienzo. Las ideas
estaban en mi mente pero me expresaba con debilidad y no salían; el trazo era torpe;
los colores, pálidos. Me sentí desesperado y mi escape fue el Libro de Job; supe
que le gustaba a Emil Cioran y por eso lo leí, pero en realidad leerlo fue algo
que me impuse: desde un comienzo me pareció difícil, recio y vertical y de
hecho, en un primer momento de mi lectura, consideré toda la situación como una
correspondencia de Yahvé al juego malicioso propuesto por Satán. Pero pronto entendí
que no se trataba de una tentación sino de una oportunidad, y está claro que es
tradición moral llamar tentación a las mejores oportunidades. Tal vez Satán quería
que alguien bueno, inocente y tan ajeno a los excesos, como era Job, reverdeciera
mediante, precisamente, un exceso de desgracias repentinas y en apariencia
injustificadas, con el objetivo de acercarlo a su Creador, quien en el momento
del diálogo se muestra más enérgico e intimidante de lo que yo esperaba. Interpreté
por tanto que el licor y las drogas podrían ser, en mi caso, una oportunidad y
no una tentación, y que estos excesos personales serían el lenguaje propio de un
diálogo trascendental y a la vez humano con una conciencia viva y creadora.
Esta serie de pensamientos me aliviaron y además, me llevaron a buscar un nuevo
espacio, más austero quizá, menos cómodo, a lo mejor.
Decidí entonces mudarme a la habitación más
pequeña de la pensión, una de techos bajos y sin ventanas, porque creía que allí,
libre de distracciones, alcanzaría ese momento de mística iluminación en el que,
gracias a una idea, me convertiría en el pintor más aclamado de toda mi
generación; allí sería donde recibiría las felicitaciones de Banksy y donde
atendería, con permitida insolencia, todas las entrevistas y todos los cuerpos
jóvenes, deliciosos y pulidos de las selfie adictas más excitantes del
Instagram. Pero la realidad posterior fue muy diferente: en ese cuarto, donde
la madera de mi ukulele crujía
por el calor que hacía, el polvo me hizo toser y estornudar durante los pocos
días que lo habité, porque pasó que no duré mucho allí: una tarde, cuando llegué
de clase, lo hallé vacío.
“¡Me robaron!”, grité. Nadie
me atendió. “¡Jueputa! ¡Me robaron!”
Todavía no comprendo por qué
agarré a patadas el marco metálico de la puerta de la entrada principal. Lo
pateé un rato largo y volví a bajar a ese sótano que había tomado por
habitación para encontrarme en ese pequeño espacio con ese gran vacío. No podría
precisar cuánto tiempo pasó hasta cuando escuché, en el segundo piso, el sonido
opaco de un ukulele. Alguien lo afinaba. Supe que era el mío. Allí, en un
cuarto más amplio, estaba reunido todo mi desorden alrededor de Horacio. “No
iba a permitir que tocaras fondo. Te pagaré los dos primeros meses”.
Sentí más rabia que calma. Él me miraba desde
el sofá donde estaba sentado, rasgueando, apacible, mi instrumento. Reconocí
los acordes de Somewhere over the rainbow. Yo no hablaba, no sé por qué.
“Espero que seas agradecido; debes ser más
introvertido, al menos mientras aprendes a ser extrovertido”, aseguró.
“¿Introvertido?”
“Sí”, respondió. Fue un sí inmediato y seco.
“No, pues no” – repliqué- “Vos no…
no tenés ningún derecho a… a… a…”.
“A-a-a, ¡nada!”, interrumpió y ridiculizó mi tartamudeo.
“Sólo me gusta ser solidario. Por cierto, el escritorio que te compré es para
que escribas”, dijo a manera de despedida, entregándome el ukelele y cerrando
la puerta tras de sí. Yo me quedé parado ahí, en el primer segundo de mi
desconcierto.
Hablé de este incidente con
Eliana. Me aseguró no saber nada al respecto. “Esa no era la ayuda que yo
esperaba; eso no es ser solidario. ¡El libre albedrío se respeta!” – dije bastante
destemplado. “¿Quién le dijo que tenía que ayudarme? Y dice que es su manera de
ser solidario conmigo. ¿Qué lo hace sentir capaz? ¿Qué tipo de arrogancia es
esa? ¿ah? – respiré sin fuerza - ¡Yo no tengo por qué depender de nadie!”.
En un instante de esta conversación, ella se
reveló preocupada por haberse inscrito en un concurso que convocaba a
diseñadores de todos los países, y cuya fecha límite de entrega ya era más que
cercana. El mismo les prometía a los ganadores la financiación de una de sus
colecciones, y mi amiga, aunque había desarrollado gran parte de la suya, aún
no se sentía plena. Me dijo que Horacio se estaba encargando de la
conceptualización y ella de diseñar e ilustrar. Yo los oía discutir en la mesa
del comedor. Allí trabajaban y fue
durante tales jornadas que noté la tensión existente entre ellos. Eliana, aun
siendo ordenada en lo cotidiano, al momento de crear era parecida a mí: ideas
regadas, detalles imprecisos, acabados caprichosos.
Una noche me despertaron los alaridos de rabia
de Eli. La vi agarrada a la pantalla de su portátil, estremecida, trémula de
ira, gritándole advertencias a Horacio. Él había decidido hacer por su cuenta
todo el trabajo y enviarlo a los jurados del concurso a nombre de mi amiga;
ella, sin desconectar la video-llamada, con el sabor de la furia fresquito en
su boca, me llevó a su cama y escenificó allí la ingenua venganza, como si le
bastara acostarse conmigo para disipar su rencor.
La siguiente semana Horacio
la visitó. Ella no le abrió la puerta. Yo, quizá por complicidad de género, lo
atendí. Ojeó mis libros. Me pidió algunos prestados.
“¿Cómo vas con la escritura?”, me preguntó.
“Solamente pinto y leo”, respondí.
“No creo” - dijo - “no existen obras tuyas,
tampoco te he visto pintando. Los óleos que tienes están secos. Las cerdas del
pincel se han endurecido. Sientes la vida a través de palabras, no de imágenes,
y las pocas imágenes que ocasionalmente inundan tu emocionalidad, las
conviertes inmediatamente en palabras. Es inevitable…” – hizo una pausa y con
una voz más grave, como si en verdad procurara ser más dulce, continuó – “… y
sé que tu papá es pintor y tu mamá escultora, pero por el lado de tus abuelos,
en ese punto en particular de tu genealogía, se reúne todo lo necesario para
que seas un gran escritor. No sé si literato o poeta, pero al menos sí un gran
redactor”. Sin decir nada, queriéndole hacer creer que ignoraba sus palabras, me
fui. Cuando regresé, ebrio otra vez, me encontré con Eliana. Horacio ya se
había ido. Ella y yo nos volvimos a probar.
Durante la madrugada nos reímos hablando mal
de él. Dedujimos que sólo quería ser el protagonista de la vida de otros y no
de la suya; que magnificaba los problemas de los demás para sentir que había
hecho una gran obra, y que sólo construía tras haber destruido. Juntos,
desnudos, disfrutando de la oscuridad en la que nos probamos, no nos sentimos
tan crueles ni tan egoístas como nos parecía él, y jugamos al psicólogo
diagnosticándole una vanidosa megalomanía
arrogante. Dormimos abrazados hasta cuando sentimos el timbre.
Pensé que podría ser Horacio
por lo cual me vestí con afán cobarde. Ella siguió en la cama; ambos sabíamos
que era yo quien debía irse. Incluso, ambos sabíamos que era yo quien debía
abrir. Así fue como me di cuenta que no era él quien timbraba. Era un cartero.
Preguntaba por Eliana.
Venía remitido desde Londres.
Sí.
Desde Londres.
Un sobre negro con otro sobre blanco adentro
y en el fondo una carta y una buena noticia.
“With great
pleasure, we inform you that you have been accepted...”
Se había ganado el concurso. Su colección The white also fades away (en castellano
titulado El blanco también se destiñe) la hizo merecedora del premio principal;
además, destacaban el excelente fundamento conceptual de la obra, compilado en
un ensayo titulado Los Wayúu, los Punks y
el desastre nuclear: una fantasía de supervivencia apocalíptica (The Wayúu, the Punks and the nuclear
disaster: one fantasy of apocalyptic survival).
Nos quedamos en silencio. ¡Todo debía ser tan
inmediato, tan pronto!... ¡tan soon!
Y ella, mujer joven que solía decir que era
capaz de leer y escribir en inglés, pero no de hablarlo o escucharlo, ahora
debía irse a Londres a trabajar en un almacén situado en la calle Savile Row.
El peso de su tristeza y de su angustia se
sentía. Yo la miraba sin querer opinar. Algo de la presencia de Horacio
contenía ese sobre que se quedó abierto y boca arriba. Dar esperanzas fue la
traición. “Él nos humilla ayudándonos y eso no es ser solidario”, expresó disminuida
antes de encerrarse en su cuarto.
Esa tarde, ellos salieron. No
tardaron nada. Cuando regresaron él me devolvió los libros que me había pedido prestados
y los elogió.
“¿Cómo vas con la escritura?”, callé; sé que le
temía a la confianza que él me generaba.
“Sé
que te sentiste ofendido pero, ¿sabes? – me dijo - el libre albedrío es
relativo. Si uno está en capacidades de liberar el talento de las personas de
las redes que construyeron sus propios miedos y su orgullo, debe hacerlo. Te
gustaría pintar pero no puedes porque sigues creyendo que eres un pintor porque
así fue como tus padres se rebelaron de tus abuelos, pero tú no puedes participar
de esa revolución. Debes hacer las paces contigo mismo, aceptarte y afrontarte a capela”. Sus palabras me dejaron frío; no fue quedarme callado pues no
tenía nada qué callar. Este silencio fue quedarme pasmado: sentirme desnudo, o
mejor, desnudado.
“Actúa con naturalidad – continuó- y evita la
dualidad entre lo bueno o lo malo, lo verdadero o lo falso. No moralices;
convive con tu ego no queriéndolo acabar sino dejándolo fluir libre a través de
tus obras”.
- Sí, señor – acepté como si fuera una orden,
ni sé por qué.
- “Tú eres tu propio talento, así que del
modo que lo destines, así te estarás destinando a ti mismo. Tu sensibilidad al
lenguaje te permite memorizar con facilidad todo lo que te he expresado. De
hecho, déjame pedirte que escribas - posó con suavidad su mano sobre mi
pecho - que me escribas un pequeño cuento acerca de nuestra relación, de
nuestra amistad… lo único que quiero es ser solidario contigo”.
Dejamos que pasaran algunos
minutos sin palabras y luego se despidió con un ligero adiós. Asumí que Eliana
le había comentado acerca de los términos con los que le manifesté mi enojo, pero,
igual, no me importó demasiado pues me sentí conmovido al oír la expresión
“nuestra amistad”: nunca se me ocurrió que él podría considerarme amigo suyo.
martes, 11 de abril de 2017
Zumo de la parálisis
Desde febrero del 2014 escribo:
Frente al computador intento ser mejor. Intento entender algo, lo que sea.
Intento comunicarme, estar donde ya estuve, busco placer.
La tarde se derrite en mi sala y desde acá escucho la
vida de los que sí saben vivirla.
*
A veces creo que me odio: que todo depende de eso, de importarme mucho las opiniones del pasado, de rivalizar conmigo mismo.
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