domingo, 26 de abril de 2020

Dos reflexiones


1. Amar la vida más que a sí mismo. O mejor, más que a la limitada idea que tenemos de nosotros mismos. A veces, solo somos capaces, tenemos el aliento, de amar la vida si podemos ser y hacer lo que preferimos (tal vez lo que aprendimos a preferir). Nuestro ego es la condición que le imponemos a la vida para amarla. La cuarentena, la enfermedad, y demás situaciones tensas, nos exigen cruzar el umbral de la personalidad, de nuestros hábitos y costumbres. Nos exige que dejemos de adorarnos, que dejemos de sentirnos Dios. 

2. Hay parecidos que pesan. Que estorban. Y más cuando hay admiración de por medio. En un punto de mi vida que me dijeran que me parecía a Martín de Francisco era nada menos que un halago. No es que hoy sea una ofensa, pero tampoco es que me interese o me agrade que resalten mi parecido con alguien más. De hecho, esta tendencia de buscar parecidos es algo que he venido corrigiendo en mí, porque lo siento propio de una cultura que basa su entendimiento en comparaciones; de ahí expresiones estériles de tipo: "esta cuarentena es como una guerra". De este modo, me parece, la desesperada necesidad de entender o comprender lleva a la comparación, al establecimiento de símiles, y a veces no solo para generar clasificaciones de apariencias, también de conductas. Así, todo hombre de pelo largo "ha de ser" rockero, y si además del pelo largo, es joven y lleva gafas, pues -por supuesto- es un Andrés Caicedo (y este último parecido se hace radical cuando se enteran del gusto de uno por escribir).
Y esto no ha dejado de serme paralizante y molesto, sobre todo teniendo en cuenta la importancia que le doy a las apariencias (y es que, ¿qué de superfluo tienen las apariencias? ¿Puede funcionar el idioma sin la apariencia de las letras, de la caligrafía?).  Que el pelo corto, que el pelo largo, que el uso de blazer, que si la chaqueta de cuero. Y fue así, obsesiva, patéticamente así, hasta cuando me crucé con mi reflejo llevando todos esos pensares. Me vi en el espejo y sentí horror: el paso arrastrado, curvada la espalda, con el ceño fruncido, la cadera echada para adelante, los brazos débiles y delgados. Ahí no había lugar ni para parecidos ni era necesario que me preguntara por vestidos. Era una cuestión anatómica y metafísica.  Más que tratarse de un corte o de ropa, es la postura lo que determina la presencia; una postura frente, ante y en la vida. Y no es que sea solo "pararse derecho": se trata de consciencia del propio cuerpo. Y no del cuerpo en cuanto organismo, sino del cuerpo en cuanto a esa apropiación del sujeto sobre su organismo. Somos y funcionamos como un sistema: una mala postura puede no distar de un dolor de garganta. Estirar las piernas podría ayudarnos a superar el mal ánimo.
Mente y cuerpo: fruto y raíz: dos momentos distintos del mismo ser.    

martes, 14 de abril de 2020

Acerca del final de Lost in Translation.


La frase final de la película es ininteligible  (pero de mejor gusto que la palabra “ininteligible”). Debía ser así porque es una frase pronunciada al oído, durante un fuerte, cariñoso y urgido abrazo, y porque es una frase que sólo merecía escuchar una sola persona. Es emoción. Humanidad. Es un gesto honesto, indómito, inasible; nacido de las impresiones propias de un instante y no de esa perversa y apasionante abstracción llamada guion. Tratándose de cine, representa en sí una forma de truco mágico, paradójico y provocador: nos revela a los espectadores que durante más de una hora y media hemos sido parte de ese morbo incesante, de esa horda de acosadores ojos que no dejan en paz a los protagonistas; de esa fastidiosa ansiedad, tal vez derivada de los otros films románticos, que nos somete y nos hace desear desde el principio una consumación apasionada entre ellos dos. El protagonista va por encima de ello, y logra vencernos, conservando para su intimidad de pareja su futuro entero, sus roces, sus promesas. Podremos ser el público y creer que lo merecemos todo, pero Lost in Translation prefiere a sus personajes y, haciendo uso del libre albedrío del que gozan, pasan por encima de nuestra voracidad.

sábado, 11 de abril de 2020

Una coincidencia entre Kurt y Ociel.


En marzo del 2016 conocí a Ociel Gärtner Restrepo. O mejor: me lo presentaron, porque desde ese primer encuentro, único encuentro entre él y yo, supe que a una persona como él no es posible conocerla, así como no se conoce un país, ni a una montaña. Mi tía Yudi, mi mamá Clarita, mi primo Franco y yo pasamos a Riosucio a saludarlo a él y a su hermano Jaime Darío. Debido al viaje, madrugamos; Franco venía manejando más de cinco horas seguidas y necesitaba descansar. Cuando subimos al segundo piso, Ociel le ofreció una cama. Desde las escaleras yo alcancé a ver (e incluso a presentir) la Biblioteca de este hombre. Ante mi curiosidad, me invitó a pasar. Vi allí un cuarto tapizado en libros, en dvd’s, casetes y figuritas. Vi una máquina de escribir, unas gafas esperando, una radio de los días de la radio. En un extremo, el computador, la impresora y una máscara de carnaval, y encima de todo esto, colgando en la pared, el famoso retrato de Kurt Cobain durante el Mtv Unplugged de Nirvana.

- “Ociel, y este retrato, ¿qué?”, no me aguanté las ganas de preguntar.

Él me respondió sin tener que hacer mucha memoria, como alcanzando una presencia inmediata.

- “Era un cantante que le gustaba a mi hijo y ahí lo dejé”.

El encuentro fue grato y duró hasta pasado el mediodía.
Desde entonces, a cada rato me volvía a emocionar aquella sorpresa que sentí ante el contraste. Lo comenté con Franco, con mi hermano, con otros familiares y algunos amigos.

- “En la biblioteca de un primo de mi mamá, que se sabe de memoria dos mil y punta de poemas, hay un retrato de Kurt Cobain… y no un retrato de escritorio, sino un cuadro grande-grande colgado en la pared”.

Como es de prever, la historia no importaba mucho y la máxima respuesta era una complaciente arqueada de cejas, como siguiéndome el juego de fanático encantado.
Encanto de fanático que me volvió a sorprender, hace poco, en medio de la tristeza, cuando me enteré que Ociel había fallecido el 5 de abril. 

- “…el mismo día de Kurt…”, no me aguanté las ganas de decir.