1. Amar la vida más que a sí mismo. O mejor, más que a la limitada idea que tenemos de nosotros mismos. A veces, solo somos capaces, tenemos el aliento, de amar la vida si podemos ser y hacer lo que preferimos (tal vez lo que aprendimos a preferir). Nuestro ego es la condición que le imponemos a la vida para amarla. La cuarentena, la enfermedad, y demás situaciones tensas, nos exigen cruzar el umbral de la personalidad, de nuestros hábitos y costumbres. Nos exige que dejemos de adorarnos, que dejemos de sentirnos Dios.
2. Hay parecidos que pesan. Que estorban. Y más cuando hay admiración de por medio. En un punto de mi vida que me dijeran que me parecía a Martín de Francisco era nada menos que un halago. No es que hoy sea una ofensa, pero tampoco es que me interese o me agrade que resalten mi parecido con alguien más. De hecho, esta tendencia de buscar parecidos es algo que he venido corrigiendo en mí, porque lo siento propio de una cultura que basa su entendimiento en comparaciones; de ahí expresiones estériles de tipo: "esta cuarentena es como una guerra". De este modo, me parece, la desesperada necesidad de entender o comprender lleva a la comparación, al establecimiento de símiles, y a veces no solo para generar clasificaciones de apariencias, también de conductas. Así, todo hombre de pelo largo "ha de ser" rockero, y si además del pelo largo, es joven y lleva gafas, pues -por supuesto- es un Andrés Caicedo (y este último parecido se hace radical cuando se enteran del gusto de uno por escribir).
Y esto no ha dejado de serme paralizante y molesto, sobre todo teniendo en cuenta la importancia que le doy a las apariencias (y es que, ¿qué de superfluo tienen las apariencias? ¿Puede funcionar el idioma sin la apariencia de las letras, de la caligrafía?). Que el pelo corto, que el pelo largo, que el uso de blazer, que si la chaqueta de cuero. Y fue así, obsesiva, patéticamente así, hasta cuando me crucé con mi reflejo llevando todos esos pensares. Me vi en el espejo y sentí horror: el paso arrastrado, curvada la espalda, con el ceño fruncido, la cadera echada para adelante, los brazos débiles y delgados. Ahí no había lugar ni para parecidos ni era necesario que me preguntara por vestidos. Era una cuestión anatómica y metafísica. Más que tratarse de un corte o de ropa, es la postura lo que determina la presencia; una postura frente, ante y en la vida.
Y no es que sea solo "pararse derecho": se trata de consciencia del propio cuerpo. Y no del cuerpo en cuanto organismo, sino del cuerpo en cuanto a esa apropiación del sujeto sobre su organismo. Somos y funcionamos como un sistema: una mala postura puede no distar de un dolor de garganta. Estirar las piernas podría ayudarnos a superar el mal ánimo.
Mente y cuerpo: fruto y raíz: dos momentos distintos del mismo ser.