En un
principio, no sabía cómo usar el dispositivo de medición de calidad del aire
que me encomendó Fede López. Sentía que lo podía dañar fácilmente y que debía
ser en extremo cuidadoso. Lo tenía ahí, en mis manos, y lo miraba: todo un
pequeño cubo frágil que no sabía manejar. Le quité la placa blanca que lo
cubría y en esas vísceras de chips y circuitos, vi bien dónde entraría el
cable. Lo conecté a mi computador. Luego, dos tranquilas luces verdes. Recordé
el Romance Sonámbulo de Federico García Lorca. "...Verde que te quiero
verde...verde viento, verdes ramas. El barco sobre la mar y el caballo en la
montaña". Me encontraba en casa: acá podía respirar.
Lo dejé desnudo unos
minutos; luego lo desconecté y después lo vestí.
Recordé que mi mamá
tenía unas de esas baterías portables. Se la pedí prestada.
En la tarde tenía una
reunión. Aproveché para llevarlo.
Iba en el carro junto
con mi hermano y las luces verdes persistieron. Supuse que no era tan exacta la
medición. Cruzábamos por toda la avenida 30 y el flujo de automóviles, buses y
camiones era alto. Ninguna luz de otro color: el querido verde se mantuvo.
Estuvimos mi hermano y yo reunidos con un amigo en un café de Laureles. Durante
varios momentos, abría el aparato y medía el aire: verde, verde. Nos sentimos
afortunados pero nos burlamos un poco de la idea de un aire viciado en aquel
lugar. Mi hermano me dio a notar que en la placa blanca que yo le había estado
quitando, dos huequitos logrados por el pulso de Fede López me permitían ver
las luces sin tener que destaparlo. No guardé una palabra de maravillada
sorpresa: ¡Este Fede sí es detallista, hermano!, a lo cual José, el amigo con
quien estábamos reunidos, añadió: "Es un espíritu muy bonito". Al
rato, mi hermano me sugirió que dejara conectado el cable al medidor y
solamente desconectara la batería portable, para que no tuviera que andar
desnudando el dispositivo cada vez que lo quisiera usar. Esto fue definitivo:
podría usarlo más tranquilamente, sin la ansiedad de tenerlo que manipular a
detalle y sin el temor de dañarlo. Gran muestra de lo apreciativo que es mi
hermano.
A eso de las 7 de la
noche, volvimos a casa. En el camino debíamos cruzar la Avenida San Juan: ahí
estaban. Dos luces naranjadas; luego, dos luces rojas; luego, luces azules. Una
ligera paranoia nos hizo grabar. Durante varios kilómetros, esos fueron los
colores: naranja, rojo, azul. El naranja y el rojo son colores que por
nomenclatura universal o sugestión, claramente indican riesgo, pero, ¿y el
azul? ¿Era una ironía? ¿Exceso de viento? ¿Indescifrable? Ese azul lucía
tranquilo en el medidor. Era San Juan, veníamos de un constante rojo que
creíamos que no íbamos a ver... y luego ese hermoso azul, color del cielo del
paraíso, color del manto de la Virgen María, del mar que es sinónimo de pureza,
del mediterráneo que es sinónimo de origen. Decidimos guardarlo porque temimos
que algún ladrón sintiera que debía robarlo aún sin saber de qué se trataba.
Nos visualizamos intentándole explicar al ladrón imaginario qué era ese
aparato. En la escena, igual, nos terminaba robando. Reímos.
Cuando llegué le escribí
a Fede López.
Al día siguiente me
respondió: "Azul es peor que rojo".