La pregunta surgió así: ¿Por qué
merezco ser amado? Pero luego evolucionó porque no tardé en darme cuenta que
más que tener claro por qué otro, indefinible e impreciso, podría llegar a
amarme, era más importante saber por qué yo me amo a mí mismo, por qué yo merezco
amarme. Inicialmente, los motivos fueron casi los mismos por los cuales suelo
amar a otras personas: capacidad creativa, los placeres que me brindo. Pero
luego de un vacío sin respuestas convincentes, por fortuna entendí que si me
amaba era porque de una u otra manera cuidaba de mí, me atendía, me
proporcionaba algo más que buenos momentos. De niño no me gustaba leer, obvio
encontraba mayor diversión mientras jugaba Duke Nukem o viendo tv. Pero porque me quiero fue
que me arrojé a expresiones no sé si más sublimes o sagradas pero sí mucho más estimulantes, fortalecedoras, exigentes, delicadas, nutritivas, activas y embellecedoras que andar matando monstruos en el computador. Un ejemplo, el
baloncesto y la natación; otro ejemplo, aprender a escuchar música e interpretar canciones; otro ejemplo, leer cómics y novelas; otro más,
el último: contemplar animosamente un libro de las obras completas de Salvador
Dalí que mi papá nos regaló a mi hermano y a mí, y gracias al cual recordé que
casi siendo un bebé me gustaba leer la enciclopedia Salvat y pasarme horas
mirando las ilustraciones de animales, las fotografías de las naves espaciales
y de Pink Floyd en escena. Darse amor es similar a caminar sobre hielo fino, un
arte que no se domina completamente pero que hace interesante el hecho de
vivir.