lunes, 26 de enero de 2015

Un atardecer de espaldas



¿Qué de lo que quiero, en verdad lo necesito? Solía pensar antes de decidirme y he de aceptarlo: esta premisa me libró de muchos errores y alivianó mi vida, pero también, a causa de la misma, me torné inseguro e involuntariamente egoísta. Además, por optar por sólo estrictamente necesario, perdí el gusto por los detalles. ¿Fui austero? no. Insípido, más bien, pues siento que detrás del querer puede estar el tacto divino. Sino ¿qué sería de nosotros si los que han moldeado nuestra era, nuestras artes, nuestra civilización, nuestra manera de sentir, no hubieran elegido la ruta del querer en vez de la ruta de la necesidad? Y de fondo, ¿cuáles son los límites que distinguen "el querer" del "necesitar"? ¿El hambre? ¿El dolor? ¿La humillación? ¿No existe acaso "la íntima necesidad"? Lo lógico no conforma todo lo real y a veces las necesidades son una exclamación de la lógica como ruta de la verdad. Y no. Uno escribe poemas porque quiere; uno compone canciones porque lo desea. La sensualidad, el goce íntimo, la delicia creativa no es producto de una necesidad discreta sino de un querer extravagante, incluyendo las maneras más modestas de la expresión. Y ese es el margen que no alcanza lo políticamente correcto.


En conclusión, supongo que tanto tiempo sostuve esta creencia, la cual hoy se ha fisurado dejando filtrar en mi discernimiento una nueva luz profunda, debido a que soy prejuicioso conmigo mismo y desconfío de mis esperanzas y fantasías; debido a que durante mucho tiempo comprobé cuan nociva puede resultar la expansión ilimitada de mi deseo, llevándome a creer que todos mis quereres eran desestimables e innecesarios. Y hoy, justamente hoy, cuándo la relación conmigo mismo se tornaba pesada e insostenible, una reveladora experiencia me indicó que, en parte, soy un extraño para mí mismo y que por tal no debiera subestimarme: consistió en volver a vivir, después de varios meses, un atardecer en un bus, estando rodeado de universitarios, ejecutivos y obreros. Cuando era parte de la rutina, aborrecía estos instantes, pero hoy, cuando el escaso contacto con las personas suele mediarse por estrategias de servicio al cliente y demás manuales de convivencia, saberme allí, sintiendo que nuevas ideas “volvían” y se clarificaban, me alegró. Supe entonces que era esto lo que quería desde hacía días e insisto, por quererlo, lo necesitaba; pero como solamente estaba acostumbrado a estimar lo que era evidentemente necesario, ya no sabía distinguir qué era lo que quería.