Decidí comprar un Cd.
Mientras pagaba sentí culpa. La colección crece más allá de mis capacidades de
almacenamiento. Pero no solo por eso: sentí que ese acto, el de comprar un Cd,
era un hábito adolescente, un gusto de cuando recién estaba empezando a
conformar los muros de mi propia caverna. Esa colección, junto con la
biblioteca, es algo privado que comparto con mis amigos. Productos comerciales
que son ornamentos de mi soledad, para mi soledad. “¿No se supone que
ahorrarías para viajar, para salir, para bajar del público al escenario?”, me
dije mientras me lo empacaban. Llegué a la casa y escuché dos o tres canciones.
Apagué el equipo. Sentí que ya no tengo tiempo para quedarme horas y horas escuchando
música. Tampoco ganas. Los días pasaron. Luego, en un trance mientras surfeaba
las toneladas de información de Instagram y Tinder me observé: ahora en mi
soledad también “trabajo”, también consumo “productos comerciales”. “No es que
no tenga tiempo – me dije —, es que ya no lo cuido. No es que ya no tenga ganas
de quedarme a solas escuchando música horas y horas, es que ahora estoy en las
profundidades de la distracción. Regalo mi atención a una plataforma que se
lucra de ella, cayendo así en la trampa de creer que existo en la medida en que
soy visto. Que no me pierdo de nada si sé en qué andan los demás”. En ese instante
tuve otra certeza: sí, puede que aún compre música a manera de hábito
perpetuado desde mi adolescencia, pero no solo es un acto justo y honrado
(porque la música no se hace ni se graba ni se distribuye gratis), es una forma
inconsciente de decirme a mí mismo que tal vez debiera desconectarme y no andar
pegado al celular todo el día. Que internet nos está matando. Que las compañías
celan nuestros ratos a solas. Sí: comprar Cd’s, o vinilos, es un acto romántico
con el que busco perpetuar viva una industria herida, y no depender de la
conexión a internet ni de mis datos móviles para escuchar música, para hacer
íntimo y entero el viaje que nos proponen los artistas en cada disco.